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viernes, 3 de noviembre de 2023

Este muerto no soy yo, dijo Eugenio de Azcárraga

 



Este muerto no soy yo, dijo Eugenio de Azcárraga. Angel Mompó Romero. Ed.Transhumantes. 

 

Relato de las vivencias durante la guerra civil de un joven valenciano que se preparaba para ingresar en la universidad y estudiar Derecho cuando estalló la guerra civil. 


Eugenio de Azcárraga, de familia media acomodada y sin ninguna vinculación política, tras ser detenido en varias ocasiones acusado de fascista, viendo el cariz de los acontecimientos y temiendo lo peor, huyó en un barco italiano hacia Roma, y desde allí pasó a alistarse en el bando nacional. “Entre un bando y otro tuve que escoger por eliminación”, declaraba años más tarde.


Realizó un curso acelerado de alférez provisional, que estuvo a punto de suspender por afear a un mando su conducta con un enfermo. Pero salió en su defensa un mando alemán, que lo llevó consigo a Granada. 


Su unidad entró en combate en Asturias, y de allí pasó al frente de Teruel, donde sufrió el duro asedio de las tropas republicanas, muy superiores en número a los nacionales. El cerco duró varias semanas, en las que Eugenio combatió primero en posiciones defensivas en torno a la ciudad, y después se vio obligado a replegarse hacia los edificios del Seminario y de la Comandancia militar. Se luchó a la bayoneta y con bombas incendiarias durante varias semanas, a veinte bajo cero. Eran los fríos días de diciembre y enero de 1938. 


Hubo un trágico momento en que las tropas nacionales al mando del general Varela llegaron a la vista de la ciudad para liberarla, y de hecho durante unas horas los republicanos abandonaron el cerco huyendo. Pero inexplicablemente Varela, apenas a dos kilómetros de los asediados, con la excusa de una fuerte nevada y la consiguiente falta de visibilidad, detuvo el avance sin siquiera llevar alimentos y agua a los sitiados, a pesar de la ausencia de fuerzas enemigas o de cualquier otro obstáculo entre ellos. El obispo de la ciudad, Anselmo Polanco, que estaba entre los sitiados, llegó a celebrar una Misa de acción de gracias mientras esperaban la liberación. Pero no hubo liberación. 


En efecto, el general Rojo conminó a volver a sus posiciones a las tropas del ejército republicano, que habían huido en desbandada ante la cercanía de los nacionales. Y durante la noche, mientras Varela esperaba que mejorase el tiempo para entrar en la ciudad, los republicanos recuperaron sus posiciones y atacaron por sorpresa a los sitiados, pillándoles desprevenidos.  


Los asediados, con varios miles de civiles entre ellos, sin comida ni agua, y habiendo sufrido numerosas bajas, decidieron rendirse. Antes de entregarse, un grupo de unos cuarenta oficiales logró huir, aprovechando la oscuridad de la noche. Salvo algunos civiles y malheridos, que fueron dejados en libertad, los demás (militares, eclesiásticos y civiles) fueron hechos prisioneros y trasladados a San Miguel de los Reyes, en Valencia, más tarde al castillo de Montjuich, en Barcelona, y finalmente hacia la frontera francesa, a medida que el bando republicano retrocedía ante el ejército de Franco.


La suerte de los prisioneros fue diversa y trágica. Los republicanos los habían dividido en varios grupos. Los mayores de 50 años fueron fusilados en febrero de 1939, ya cerca de la frontera con Francia, en un barranco cerca de Pont de Molins, en el Alto Ampurdán. Entre ellos estaban Rey d’Harcourt y el obispo de Teruel, Anselmo Polanco. 


Cuando los nacionales recuperaron Teruel, Eugenio de Azcárraga fue dado por muerto: le confundieron con un alférez, fallecido en combate, entre cuyas ropas encontraron una carta dirigida a Eugenio por su madrina de guerra. Fue la única identificación que se encontró junto a ese cadáver, que fue enterrado como Eugenio de Azcárraga en el Valle de los Caídos. Sin embargo, el verdadero Eugenio vivía y estaba entre los apresados. 


Los más jóvenes, entre ellos Eugenio, habían sido incorporados a diversos batallones disciplinarios y dedicados a cavar trincheras. Ya cerca de la frontera el tren en que eran llevados, el comandante republicano deseaba pasar a Francia para liberarles y desertar, pero en Puigcerdá el convoy recibió órdenes de volver atrás. 


Aprovechando la oscuridad de la noche, Eduardo y varios más (catorce en total), mientras el tren salía de la estación de Queixans, saltaron a la nieve y corrieron en dirección a Francia. En la huida les alcanzaron los disparos de los guardias desde la estación. Uno de los que huían cayó muerto. A otro, gravemente herido, tuvieron que abandonarlo. Los demás lograron alcanzar el primer pueblo francés, Palau de Cerdagne, y allí la libertad.

 

Finalmente también alcanzaron la libertad el resto de prisioneros del batallón disciplinario que habían permanecido en el tren. Alguien dio la orden de que el tren se dirigiera de nuevo hacia la frontera, y nada más cruzarla quedaron libres.  


Teruel fue la única capital de provincia que conquistó el ejército rojo durante la guerra civil. Por eso el oficial nacional que capituló, coronel Rey d’Harcourt, nunca fue bien visto por el régimen de Franco, que primero ordenó un juicio sumarísimo para analizar las causas de la rendición, y después silenció su figura.


El libro se lee con interés, como toda narración de hechos reales contados en primera persona por sus protagonistas. No hace juicios de valor. Se limita a dejar constancia de los hechos, dejando que el lector saque sus propias conclusiones con libertad. Sin consignas políticas ni estereotipos ideológicos, que tanto daño suelen hacer a la unidad y la concordia. 


Relacionados: Un adolescente en la retaguardia. 



viernes, 12 de marzo de 2021

Hasta la última gota



Pedro Casciaro. Hasta la última gota. Ed. Rialp. Rafael Fiol

 

Pedro Casciaro fue uno de los primeros jóvenes que siguieron a san Josemaría en el Opus Dei. Formado junto a él en los durísimos años de la guerra civil y postguerra española, le ayudó en la puesta en marcha de la primera obra corporativa en Madrid y en la primera expansión del Opus Dei. Fue el primer director de la Residencia Universitaria Samaniego, de Valencia. Ordenado sacerdote en 1946, en 1948 marchó a México, para iniciar el trabajo apostólico de la Obra, extendiendo entre todo tipo de personas el mensaje de la llamada universal a la santidad en la vida ordinaria. 

 

Un ejemplo cercano

 

En este sugerente libro, Rafael Fiol, que trabajó muchos años junto a Casciaro en México, nos narra algunos de los hitos de su vida, pero sobre todo ahonda en su personalidad, tratando de encontrar la raíz de su generosa respuesta a la llamada de Dios. Su vida, asegura, fue un esfuerzo continuo por identificarse con la Voluntad de Dios, desde el primer momento de su entrega en el Opus Dei. 


El relato, repleto de sucesos y anécdotas entrañables, recoge también testimonios de numerosas personas que trataron con Casciaro. Nos va dibujando el temple humano y sobrenatural de una personalidad rica y singular, que lucha para superar sus defectos y se va forjando bajo la orientación sabia y santa de san Josemaría.

 

La narración nos permite contemplar un ejemplo cercano de fe y audacia, y también de optimismo y buen humor, con la humildad propia de quien no se considera importante y por eso sabe reírse de sí mismo. Casciaro destacaba desde la adolescencia por su espíritu de iniciativa, sabía asumir responsabilidades y tenía dotes de gobierno, al parecer heredados especialmente de su abuelo. Dejó escrito en el guión de una clase sobre el gobierno: “La capacidad de decisión está íntimamente unida con el espíritu de sacrificio, porque escoger –con conciencia- significa renunciar.” 

 

Amar a Jesucristo con obras y de verdad

 

Vemos también a un hombre dispuesto a hacer locuras para llevar a Jesucristo a todos los rincones del mundo, emprendiendo proyectos que con ojos humanos parecerían imprudentes.

 

Es significativa la anécdota con don Marcelino Olaechea, que fue arzobispo de Valencia y gran amigo de san Josemaría. Casciaro le acompaña en el acto en que el papa san Pablo VI inaugura un Centro de Formación para la Juventud Trabajadora en Roma, que el Opus Dei puso en marcha en unos momentos en que todavía eran muy pocos los miembros de la Obra en Italia: “¡Estáis locos!... –le dice al oído con cariño el arzobispo- estáis locos, pero de Amor de Dios, como vuestro fundador, que os ha pegado a todos su locura divina.


san Pablo VI y san Josemaría, el día de la inauguración del Centro ELIS en Roma

 

Esa locura le llevará a iniciativas semejantes en México, como la puesta en marcha, sin recursos humanos, de varios centros de formación para mujeres y hombres del campo aprovechando las ruinas de Montefalco, una antigua finca incendiada y abandonada durante la revolución mexicana.

 

Venciendo todo tipo de dificultades, Montefalco se convirtió pronto en un foco de progreso humano y cristiano, que ha logrado una transformación notable en la calidad de vida de toda la comarca. Como ésta, muchas otras iniciativas apostólicas en tierras mexicanas se deben a su impulso lleno de fe y valentía.

 

Finura de espíritu

 

Fiol destaca un rasgo atractivo de la personalidad de Casciaro: la finura de espíritu, “una actitud moral que consiste esencialmente en la atención al otro. Esta cualidad perfecciona el espíritu humano, haciéndolo cada vez más delicado. Efectivamente, la persona fina no solo es moralmente recta, sino que capta, percibe con delicadeza, los detalles. Pedro tenía esta virtud, porque se volcaba en una atención activa a los demás. Y sin duda el trato con Dios deja finura en el alma.”

 

Aprendió de san Josemaría a formar a las personas que tenía al lado. “Tenía la virtud de sacar el lado positivo y las virtudes de las personas que colaboraban con él.” La conciencia de su responsabilidad para transmitir el espíritu que había aprendido del fundador le llevaba a corregir con prontitud y firmeza, pero “decía las cosas con un entrañable estilo de afecto y fino humor. Sabía crear a su alrededor un clima de paz, de tranquilidad, de alegría, de buen humor, de espontaneidad, de cariño, de afabilidad, de educación, de altura humana y sobrenatural, que hacía la convivencia muy grata, y que transmitía a todos entusiasmo por la Obra y la labor apostólica.

 

Una personalidad liberal e independiente

 

Pedro Casciaro había nacido en Murcia en 1915, donde hizo sus primeros estudios. A los 10 años su padre obtuvo la plaza de catedrático de instituto en Albacete, y se trasladó allí con su familia. En 1931, con 16 años, se trasladó a Madrid para estudiar Matemáticas y Arquitectura: una orientación profesional que cuadraba muy bien con sus talentos y aficiones: tenía fina sensibilidad artística y genio creativo. Era además muy independiente, y había sido educado por sus padres con planteamientos liberales y una superficial formación religiosa.

 

En enero de 1935 conoció a san Josemaría, joven sacerdote de 33 años. Ese encuentro transformó su vida: le cautivaron su trato sencillo y cordial, su cultura y su sincera piedad. Al acabar la conversación le salió espontáneo pedirle que fuera su director espiritual, a pesar de que nunca lo había tenido ni sabía muy bien en qué consistía. En noviembre de ese mismo año pidió ser admitido en el Opus Dei. Toda su vida, el desarrollo de su rica personalidad –en lo humano y en lo sobrenatural- estaría marcada desde ese momento por la huella que dejó en su alma joven el trato estrecho con el fundador.

 

Al estallar la guerra civil española Pedro se encontraba pasando unos días con sus abuelos en la finca que poseían en Torrevieja. Su padre, concejal republicano, fue encarcelado en Albacete por los sublevados, pero al ser conquistada la ciudad por tropas republicanas fue liberado y nombrado presidente del Frente Popular de la provincia. Hombre recto, intentó detener la tremenda represión que se desató contra la Iglesia, y logró salvar varias vidas de sacerdotes y religiosas. Salvó también de la destrucción numerosas obras de arte religiosas, entre otras la imagen de la Patrona de Albacete, la Virgen de los Llanos.

 

Destinado a Valencia para servir al ejército republicano, el joven Casciaro desertó para unirse a san Josemaría y otros miembros de la Obra en su huida hacia la libertad a través de los Pirineos. Una aventura fascinante, en la que se jugó la vida con una desenvoltura y valentía solo explicables por la ayuda del cielo.


En Andorra junto al fundador tras lograr pasar a Francia en busca de la libertad


Mente y corazón universales 


Casciaro se sintió ya protagonista de una aventura sobrenatural, incluso antes de haber solicitado ser de la Obra. Contaba que durante los días de vacaciones en Torrevieja “la semilla de la universalidad [de la Obra] ya estaba germinando, porque recuerdo que contemplaba con rara nostalgia los vapores que zarpaban del puerto, cargados de sal y con rumbo a países para mí desconocidos. Al mismo tiempo me preguntaba cómo llegarían a ser compatibles las exigencias de la familia y de mi futura profesión con el deseo de participar de alguna manera en la expansión de aquella inquietud apostólica, que las conversaciones con el Padre habían sembrado en mi alma (...).

En cuanto a la expansión del Opus Dei, no reflexioné entonces demasiado. Era algo que formaba parte de la fe que sentía en las palabras del Padre. Quizá consideraba al principio esa expansión geográfica como una serie de realizaciones lejanas que apenas llegaría a ver en mi vida. Y sin embargo, ya entonces el Padre nos decía: «Soñad y os quedaréis cortos». La realidad se encargó de hacerme ver que, a pesar de haber sido bastante soñador en mi juventud, mis sueños se quedaron verdaderamente cortos.” Con ese título -Soñad y os quedaréis cortos- Casciaro publicó un apasionante libro de memorias.


don Pedro Casciaro en México

Guadalupano

 

Parte del secreto de Casciaro para afrontar con valentía y magnanimidad retos y dificultades de todo tipo está sin duda en su devoción a la Virgen, siguiendo la huella de san Josemaría. Se aplicaba como dichas para sí las palabras de la Guadalupana al indio Juan Diego: “¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿Acaso no estás bajo mi sombra y amparo? ¿No soy tu salud? (…) ¿Qué has menester?”

 

Del trato filial y confiado con Dios y con la Virgen sacó las fuerzas para entregarse generosamente a Él y al prójimo, “hasta la última gota.”



 

viernes, 19 de febrero de 2021

Un adolescente en la retaguardia

 




Un adolescente en la retaguardia. Memorias de la guerra civil. Plácido María Gil Imirizaldu. Ed. Encuentro, Madrid 2006

 

Cuando estalló la guerra civil española, en julio de 1936, Miguel Gil Imirizaldu era un joven novicio benedictino de 15 años, en el monasterio de Pueyo, cerca de Barbastro, en la provincia de Huesca.

 

En los primeros días de la guerra una columna de anarquistas se dirigió al convento y apresó a todos los religiosos, que fueron encerrados en el colegio de los escolapios de la ciudad del somontano aragonés, junto a otros religiosos y algunos seglares.

 

Entre el 2 y el 18 de agosto de 1936 los milicianos asesinaron, en sucesivas sacas, a 51 claretianos, 18 benedictinos, 10 escolapios, al obispo de la diócesis Florentino Asensio, y a varios laicos reconocidos por su fe cristiana. Entre ellos a Ceferino Giménez Malla, un tratante de caballos de etnia gitana, detenido y condenado a muerte por reprender a unos milicianos que golpeaban despiadadamente a culatazos a un sacerdote. 


Escena de la película Un Dios prohibido, sobre los mártires de Barbastro

Aunque buena parte de los fusilados también eran muy jóvenes, Miguel Gil era apenas un adolescente y finalmente no fue llevado al paredón.


Escena de la película Un Dios Prohibido

 

Muchos años más tarde, Miguel escribió estas memorias, en las que narra los sucesos de los que fue testigo durante esa guerra fratricida. Sorprende la precisión de sus recuerdos, la elegante sencillez de su estilo, y la fina caridad cristiana con que describe los hechos, sin sombra de rencor y cubriendo con un manto de piedad las atrocidades de quienes causaron tanto sufrimiento.

 

Al fin liberado de su encierro, los anarquistas pusieron a Miguel a trabajar a su servicio, también con ánimo de convencerle de que abandonara su fe. Vivió el primer año de la guerra acompañando a la brigada anarquista, sirviéndoles como camarero en Barbastro. Soportó con fortaleza las pruebas a que era sometido, manteniendo viva su fe en aquel ambiente anticristiano. Sin duda afirmó su decisión de mantenerse fiel a Jesucristo el ejemplo de entereza con que sus compañeros habían afrontado las brutalidades y el martirio.

 

A medida que el frente de guerra avanzaba, Miguel retrocedía con las tropas republicanas. De Barbastro, donde estuvo los primeros meses, pasó a Caspe, donde conoció a Líster. Más tarde llegó a Poal, en la plana de Urgel, donde fue acogido por una familia de convicciones cristianas.

 

La tensión del momento en que los nacionales van a entrar en el pueblo, el miedo a quedar entre dos fuegos, quedan reflejados con viveza y realismo. Finalmente, los soldados del ejército rojo abandonaron el pueblo, y los nacionales entraron sin derramamiento de sangre.

 

Es significativa la descripción que hace Miguel del ambiente que se encuentra al llegar por primera vez al campamento de los nacionales, en las afueras del pueblo, tan distinto de lo que había vivido entre anarquistas y milicianos.   

 

Ya libre y a salvo al otro lado de la línea del frente, Miguel pudo regresar a su pueblo, Lumbier,  y abrazar a sus padres, a quienes habían llegado las noticias de los asesinatos de Barbastro y le habían dado por muerto. La descripción del cariñoso recibimiento que le dispensó todo el pueblo es muy emocionante.

 

Poco después Miguel ingresó como monje en el monasterio de Valvanera, donde recibió el nombre de Plácido. Posteriormente se trasladó a la abadía benedectina de Leyre, en Navarra.

 

Es quizá uno de los mejores libros que he leído sobre esos tristes años. Es un relato objetivo: el protagonista se limita a contar lo que vio y vivió, con sencillez y sin apasionamientos. Es un relato que emociona: describe sucesos y personas con una mirada serena, misericordiosa y comprensiva, libre de odios y rencores. Sus nítidos recuerdos permiten al lector introducirse en los hechos tal y como sucedían ante su vista, revivir aquellos ambientes, y sentir las emociones que bullían en el alma de aquel joven adolescente.

 

Al hilo de la lectura la mente no tiene más remedio que pararse a reflexionar sobre el origen de esa finura de espíritu que aletea entre las páginas. Un espíritu, el del joven protagonista y el del ya maduro redactor que escribe sus recuerdos, que parece elevarse por encima de los sucesos y tender sobre ellos un bálsamo purificador. Un espíritu que entra en creciente resonancia con el Espíritu de Dios, que es misericordioso y compasivo.

 

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lunes, 11 de enero de 2021

El Opus Dei en el Madrid en los años treinta

 




Madrid en los años treinta. Ambiente social, político, cultural y religioso. Revista Studia et Documenta, vol 3. 2009. Julio Montero y Javier Cervera.

 

Studia et Documenta es la revista que el Instituto Histórico san Josemaría Escrivá comenzó a publicar en el año 2007. Acoge, desde una perspectiva multidisciplinar, estudios de diferentes investigadores interesados en la historia del catolicismo contemporáneo, y especialmente en la figura de san Josemaría y el desarrollo del Opus Dei.


El conjunto de investigaciones acerca del contexto en que vivió el fundador y los primeros pasos de esa nueva institución de la Iglesia católica constituye un mosaico interesantísimo, tanto desde el punto de vista histórico como sociológico. Por otra parte, para entender mejor el mensaje y las obras de san Josemaría es preciso conocer de cerca las circunstancias de la situación social y política de la época, el ambiente eclesiástico, o las formas en que se manifestaba la práctica cristiana por parte de los fieles.


Este interesante y conciso artículo, escrito por los profesores Montero y Cervera, describe el ambiente en Madrid en los años de la fundación del Opus Dei. Eran momentos en los que el anticlericalismo constituía uno de los puntos clave de los programas republicanos, enfrentados a los partidos monárquicos desde que en 1868 se estableció el sufragio universal.  


Ese anticlericalismo programático de los republicanos fue asumido también por los socialistas, que poco a poco habían ido recogiendo al electorado republicano desde que en 1903 Pablo Iglesias fundara el PSOE.


La vida política fue radicalizándose desde comienzos del siglo XX,  y especialmente desde 1917, y la equivalencia izquierdismo-anticlericalismo se traducía en acciones diarias y “espontáneas” contra el clero. Espontáneas, o más bien alimentadas por mentiras y fabulociones en los barrios extremos o desde la prensa republicana. Por ejemplo, en 1931, ante la quema de más de cien conventos en toda España, el diario El Liberal aseguraba que los frailes habían incendiado los conventos para desprestigiar al gobierno.


Una circunstancia que suele citarse poco al explicar los antecedentes de la guerra civil, y que recoge el artículo, es el intento de insurrección que en 1934 protagonizaron en Madrid las Juventudes Socialistas, que se habían organizado militarmente y tenían contactos con oficiales del ejército y de las fuerzas del orden público.


Largo Caballero tenía previsto el control de los puntos neurálgicos de la capital y de las Cortes. El intento fracasó por decisiones tácticas equivocadas, pero a partir de ese momento la tensión y los enfrentamientos se generalizaron. 



Este estudio abre el Volumen 5 de la colección Studia et Documenta, dedicado a analizar la situación del Opus Dei en el Madrid de los años treinta. Otro de los ensayos es un apunte biográfico sobre Luis Gordon, joven empresario que fue uno de los primeros miembros del Opus Dei y falleció prematuramente.


 Interesante también el ensayo de Santiago Casas, que da cuenta de las clases de ética para periodistas que impartió san Josemaría durante el curso 1940-1941 en la Escuela Oficial de Periodismo de Madrid. 


Buena parte de los volúmenes de esta interesante colección son descargables gratuitamente.

 

 

viernes, 23 de octubre de 2020

 

Diplomático en el Madrid rojo. Félix Schlayer. Ed. Espuela de Plata



El ingeniero alemán Félix Schlayer era cónsul de Noruega en España cuando estalló la guerra civil. En este libro, publicado en 1938, poco después de abandonar España, narra los dramáticos acontecimientos que presenció y protagonizó durante el primer año de la guerra, y la ingente labor humanitaria llevada a cabo por el Cuerpo Diplomático para intentar proteger a miles de personas que huían aterrorizadas de la sangrienta persecución desatada por milicias anarquistas y comunistas, ante la inacción del gobierno, que en realidad, según los datos que aporta Schlayer, instigaba los crímenes.

 

Ante las protestas diplomáticas, miembros del gobierno alegaban que se trataba de elementos descontrolados. La realidad que constataba Schlayer  era que, cuando no se trataba de crímenes instigados directamente por las autoridades, “el gobierno carecía de la fuerza y del valor suficientes para hacer frente a la bestialidad de las masas que su propaganda había desatado.”


Diego Martínez Barrio

 

Cuando Martínez Barrio, Gran Oriente de la Masonería, acobardado por el cariz de los acontecimientos, cedió la Presidencia del Gobierno a José Giral, éste “no sólo entregó las armas al pueblo, sino que les estimuló a usarlas para eliminar a sus enemigos.” A partir de ese momento, asegura, "no hubo Magistrados que administraran justicia, pues precisamente fueron los magistrados los primeros eliminados."

 

Bastaba una denuncia anónima (“es de derechas”, “es católico de Misa”…) hecha por alguna persona vengativa o depravada, para encarcelar, asesinar y expoliar a cualquier familia. La vigilancia de las prisiones la asumieron milicianos de los partidos, socialistas, comunistas y anarquistas. Los funcionarios de prisiones del Estado fueron marginados, o asesinados directamente si eran de derechas o se les uponía "simpatizantes".

 

Como prueba de la connivencia del gobierno con los asesinos, cuenta Schlayer que tras una conversación con el ministro socialista Alvarez del Vayo, para informarle de los cientos de asesinatos que se habían cometido la víspera en las calles cercanas a la embajada de Noruega, en los días siguientes dejaron de producirse asesinatos en esas calles, pero sencillamente porque los asesinos comenzaron a llevar a sus víctimas a las afueras de la ciudad. La “impotencia del Gobierno” ante la carnicería desatada era fingida, afirma Schlayer. Se trataba de una consigna: alegar que no podían frenarla y que era culpa de los “excesos de los rebeldes” que se habían quedado con todas las tropas.


Félix Schlayer, embajador de Noruega en Madrid

La narración, sobria y detallada, permite ver la valiente implicación de Schlayer. Pudiendo haber abandonado España, como hicieron otros muchos diplomáticos y ciudadanos extranjeros, quiso quedarse para intentar ayudar a tanta gente aterrada e indefensa que buscaba refugio. El relato trata de mantenerse objetivo y neutral, como corresponde a un diplomático, y se percibe el esfuerzo por moderar el lenguaje cuando tiene que describir hechos execrables, directamente presenciados por él, o de los que le llegaba información de testigos presenciales. Su sentido de la justicia y su humanidad se rebelaban y procuraba actuar e interceder.


Un testigo molesto 

Schlayer llegó a convertirse en un personaje molesto para el gobierno rojo. Hay que recordar que el término “rojo” no era despectivo para el bando republicano: así se autodenominaba su gobierno o su ejército; en esos años lo preferían al término “republicano”. 


El embajador noruego, jugándose la vida, acudía a los lugares más peligrosos y no podía dejar de denunciar lo que veía: fusilamientos sin juicio, torturas en las checas, violaciones, saqueos, culatazos e insultos groseros a las mujeres e hijas de los detenidos en las cárceles cuando iban a llevarles comida.

 

En junio de 1937 el Director General de Prisiones denegó a Schlayer el permiso para seguir visitando las cárceles: era un testigo demasiado incómodo. Se extendió la prohibición a todo el Cuerpo Diplomático. El embajador, que se estaba jugando la vida para proteger a cientos de personas que iban a ser asesinadas,  finalmente él mismo tuvo que huir del país cuando supo que se había emitido contra él una orden de detención con falsos pretextos: estuvo a punto de ser arrebatado del vapor francés en el que huía, por los mismos policías que poco antes habían asesinado a un funcionario de la embajada belga, Borchgrave, que se ocupaba de atender a refugiados.


 Ejemplar y arriesgada labor humanitaria del Cuerpo Diplomático

El Cuerpo Diplomático, narra Schlayer, se vio abrumado ante los miles de personas inocentes que acudían a las embajadas huyendo de una muerte segura. Da testimonio de que todas las personas que acogió en la embajada noruega se significaban por llevar una vida de trabajo y respeto a los demás, y eran perseguidas simplemente por sus ideas políticas o por ser católicas. 


“Nunca se había dado en la Europa civilizada tal carencia absoluta de derechos para tantos miles de personas.” Obviamente no incluye en esa Europa civilizada a la Rusia de Lenin y Stalin. Y todavía no había comenzado lo que poco después estalló en la Alemania nazi.

  

Schlayer escribe con orgullo profesional que la guerra civil española demostró al mundo que la Diplomacia está para algo más que para funciones protocolarias. Se trataba “de evitar ejecuciones clandestinas, obtener la libertad de aquellas gentes contra la que no existía acusación formal alguna, de ejercer el derecho de asilo, en una medida tan amplia como nunca se había visto entre pueblos civilizados.”


Locura persecutoria en las calles 


El rasgo más característico de la revolución, afirma, fue la locura persecutoria en las calles. “Grupos de bandidos” instalaban cárceles privadas en las que maltrataban brutalmente a hombres y mujeres sin que nadie frenara violaciones y asesinatos. Con la aprobación del Gobierno se organizó una matanza de políticos y militares en la cárcel Modelo, a cargo de milicianos comunistas y anarquistas, que disparaban fríamente después de despojar a sus víctimas de sus pertenencias.

 

La policía con frecuencia entregaba a los milicianos “certificados de libertad” para presos concretos, que eran sacados de la cárcel y directamente asesinados. Así en el registro sólo constaba que habían sido puestos en libertad.

 

Muchos Guardias civiles con antigüedad fueron encarcelados y asesinados, y se creó la Guardia Nacional con gente próxima a los partidos del gobierno y otros guardias civiles que habían sido expulsados del Cuerpo por mala conducta.

 

De acuerdo con la opinión generalizada de los historiadores, afirma que Madrid habría caído en poder de los nacionales en los primeros días de su ofensiva: de hecho estaban ya dentro de la capital. Sólo fueron frenados por la llegada de las Brigadas Internacionales, soldados extranjeros experimentados y con buen armamento, que se hicieron fuertes en la Cárcel Modelo en noviembre de 1936.

Cementerio de Paracuellos del Jarama


 Paracuellos del Jarama, el Katyn español

Para dejar espacio libre a las Brigadas en la Cárcel Modelo, se sacó a los presos: más de 1.200 fueron llevados a Paracuellos del Jarama y allí fusilados “por el mismo método sanguinario que usaron los comunistas rusos en las fosas de Katyn. Ninguno de ellos tenía delito alguno, simplemente habían sido tomados como rehenes. ¿Hay excusa para un gobierno que se atreve a inducir a esas atrocidades?” Schlayer constata que el gobierno obedecía directrices de Moscú, y utilizaba los mismos métodos. En realidad, como muestra en otros pasajes, quienes mandaban en España eran ya los generales y comisarios de la Rusia stalinista.

 

Las mujeres encarceladas se enteraron de que en los supuestos “traslados de prisión” o “puestas en libertad” eran esperadas por milicianos al acecho, que las asaltaban y asesinaban. Acudieron en petición de socorro al Cuerpo Diplomático, que se asignó la tarea de acompañar a sus casas a las liberadas siempre que pudo.


Los diplomáticos se reunían en la embajada de Chile, allí intercambiaban información y lograron coordinar una ejemplar labor humanitaria, aunque ni mucho menos suficiente. Esa unidad y cohesión humanitaria del Cuerpo Diplomático molestaba enormemente al gobierno. No fue fácil proteger las legaciones, porque los milicianos “estaban acostumbrados a no respetar otra autoridad que sus pistolas”, e irrumpían en todas partes para ejecutar lo que denomina “sus lucrativos registros”.

 

En los primeros días de la guerra se desató una ridícula carrera entre gobierno, partidos y sindicatos para ver quién colocaba antes el cartel de “Requisado por…” en las mejores casas. A los inquilinos que no echaban de sus casas les obligaban a pagar un alquiler, a veces a cada una de las organizaciones que había colgado su cartel.

  

 Las reclamaciones al Gobierno no servían de nada. Los diplomáticos informaban a sus respectivos Gobiernos de los asesinatos organizados, de los robos y atropellos, y de la penosa deriva y desprestigio del Gobierno rojo, que había dejado las cárceles en manos de asesinos, y a los presos políticos totalmente desprotegidos en manos de milicianos anarquistas y comunistas.

 

Los diplomáticos comprobaron que los asesinatos se ejecutaban muchas veces con las firmas de Organismos del Gobierno y el beneplácito de Ministros y Directores Generales. Fueron especialmente crueles en noviembre de 1936. Una nota de protesta del Cuerpo Diplomático al Gobierno fue contestada por éste con amenazas bajo la “acusación” de albergar refugiados. Desde ese momento Schlayer, autor moral de la nota de protesta, se sintió en el punto de mira del gobierno republicano.


Francisco Largo Caballero

Largo Caballero entregó a Rusia la soberanía española


Schlayer señala a Largo Caballero y a Galarza como los dirigentes republicanos que más promovieron los crímenes. A propósito del convenio con Rusia firmado por Largo Caballero, Schlayer escuchó este comentario de un embajador filocomunista, que había leído el convenio: “Nunca me sentiría con valor para proponer a otro pueblo un tratado por el que éste tuviera que renunciar totalmente a su soberanía.” De hecho los generales rusos eran quienes daban las órdenes. Por su parte el embajador ruso trató sin éxito de romper la unidad del Cuerpo Diplomático, y tras una sesión vergonzosa en la que insistió en negar evidencias no volvió a reunirse con sus colegas.

 

Señala también a Álvarez del Vayo como responsable de la orden de atentar contra un avión francés en el que viajaba el Delegado de Cruz Roja. Éste se dirigía a una reunión del Consejo de Seguridad de las Naciones en Ginebra, para informar de los asesinatos de detenidos que estaban teniendo lugar en zona roja. El avión fue ametrallado, y aunque pudo volver a aterrizar murió uno de los tripulantes y otro resultó gravemente herido. La prensa roja, recuerda el embajador, señaló como responsable a la aviación nacional, cuando los presentes habían visto con sus propios ojos los distintivos del Gobierno rojo en el avión atacante. Los historiadores asignan a Álvarez del Vayo oscuras sombras sobre su integridad y su vasallaje al comunismo de Moscú.

 

Sobre Santiago Carrillo es igualmente duro su juicio: como era Director General de la Policía, acudió a preguntarle por el abogado de la embajada, Ricardo de la Cierva, detenido en la Cárcel Modelo y arrebatado allí por los milicianos. Carrillo dijo no saber nada, dio promesas de buena voluntad y cuando el cónsul le dijo que sabía de las sacas de presos para fusilar que se estaban llevando a cabo, Carrillo respondió con cinismo, mostrando que estaba perfectamente enterado.

 

Carrillo contó a la representación diplomática cuál era el plan del gobierno ante el avance de los nacionales: defender Madrid hasta que no quedara piedra sobre piedra. El embajador anota su opinión al respecto: “Ese es el espíritu que domina en los dirigentes rojos españoles. La destrucción es, en todos los campos, parte importante de su programa, y es la envidia y el resentimiento su móvil esencial.” Preferían destruir todo antes de que los otros pudieran usarlo, y atribuirían la destrucción al enemigo, pero ellos sembrarían todo de minas y “antes de entregarlo volará todo por los aires.”

 

El embajador es buen observador y reflexiona sobre el carácter hispano. “El español, salvo pocas excepciones, es noble, digno, incluso de corazón bondadoso, si se le sabe llevar (…) Lo que pierde a los españoles es su sensibilidad ante lo que puede parecer ridículo. En cuanto se reúnen varios, cada cual en la conversación se reserva para conocer la opinión de los demás, y entonces, aunque tenga que reprimir sus buenos sentimientos, y por miedo a que se rían de él, se manifiesta con un egoísmo todo lo exagerado que estima conveniente para aparentar ser superior a los demás, sin discriminar si ello es bueno o malo.”

 

El miedo al que dirán, la falta de personalidad para afirmar ante los demás lo que se percibe como bueno o malo, el pavor a sentirse aislado al verse en minoría ante un grupo violento, arrastraron a muchos a la barbarie. 


Se desató la caza del hombre

El embajador aporta testimonios penosos presenciados por él. “Entre los habitantes del pueblo (un pueblo al que había viajado con frecuencia), antes pacíficos y correctos, cundía la bestialidad como un contagio. Empezaron a tomarle gusto a la caza del hombre. Tales eran los frutos de la educación bolchevique: el hombre se transforma en hiena. La revolución roja bestializó a sectores enteros de la población (…) No es extraño que tras la conquista de los territorios rojos tuviera que seguir la acción severa de tribunales de lo penal, ante la necesidad de extraer tal veneno del cuerpo social, si se quería que éste sanara en el futuro.”

 

En un país en el que hasta poco antes todo el mundo se descubría al pasar junto a un coche fúnebre, los “paseos” destruyeron el respeto a la vida de los demás, también en los que acudían a contemplar el “botín” de las cacerías nocturnas.

 

Según sus datos, en Madrid cada noche entre finales de julio y mediados de diciembre de 1936 se producían entre cien y trescientos “paseos”, con una cifra total no inferior a los 40.000 asesinatos sin proceso judicial alguno. En toda España esa cifra fue de 300.000. 


En la zona nacional hubo también desmanes, pero casi siempre a los causantes se les juzgaba y condenaba. Supo por ejemplo del fusilamiento en Salamanca de ocho falangistas, juzgados por un Tribunal de Guerra que los condenó a muerte por crímenes durante las primeras semanas de la guerra. Sin embargo, afirma, en la zona roja todo se convertía en una orgía de pillaje y muerte.


 Asesinatos crueles de personas inofensivas

Fue especialmente cruel la caza desatada contra los católicos, hombres y mujeres asesinados simplemente por su fe. Schlayer narra incrédulo el cruel asesinato  de un grupo de monjas inofensivas: una de ellas recriminó a los milicianos por la vergüenza de que siendo hombres iban a asesinar a mujeres indefensas. Le tomaron la palabra a la monja, pero como ninguna mujer del pueblo estaba dispuesta, llamaron a Madrid y les enviaron a las seis peores criminales recién salidas de la cárcel para que cumplieran “la misión”. En otros lugares los milicianos no se andaban con tantos remilgos, y esas muertes solían ir precedidas de torturas inhumanas.

 

Con la camioneta de la legación viajaba a los pueblos de los alrededores de Madrid en busca de provisiones, y fue testigo también de la estrategia que se seguía en zona roja -así se autodenominaban los republicanos- con la población, en la que “se fomentaba el odio y terror a los nacionales acusándoles de proceder bestial, y obligándoles a abandonar los pueblos” antes de que fueran conquistados. “Al que se quede lo fusilamos”.


Parecía que más que resolver la guerra, buscaban desatar una furiosa revolución bolchevique


A su juicio buscaban “convertir al pueblo a la ideología roja. No era la guerra, sino la política roja”, y les resultaba más fácil crear adeptos si la población se angustiaba por el miedo, el hambre y el desarraigo. De hecho, juzga que el Gobierno republicano, durante las primeras semanas de la guerra, se dedicó a desatar una rabiosa revolución bolchevique, más que a resolver la guerra.

 

El desorden y la indisciplina se desató en toda la zona roja, y era frecuente que los milicianos amenazaran a sus propios oficiales con dispararles cuando las órdenes no eran de su agrado. De hecho, la prolongación de la guerra se debió sólo a la presencia de las Brigadas Internacionales, que traían buen armamento y estaban  mandadas por oficiales rusos, y algunos oficiales legionarios franceses, que imponían una férrea disciplina. Sin ellos piensa el cónsul que los milicianos se habrían dispersado a finales de 1936 y la guerra habría concluido. Pero la Rusia bolchevique no quería soltar la apetitosa presa que suponía España para ampliar su hegemonía a través de la Internacional comunista. Le parece ridículo que no se percataran de esa intención las democracias occidentales.

 

Cuando Franco y la Cruz Roja Internacional solicitaron que se concentrara la población en una zona determinada de Madrid, el gobierno republicano se negó: en el fondo deseaba usar a la población como escudo humano, y airear las víctimas civiles en la prensa internacional, presentando alos nacionales como asesinos. Sin embargo, trasladaron oficinas, personal y suministros del Gobierno y del ejército rojo a una zona que observaron que nunca bombardeaban los nacionales por respeto a la población civil.

 

Pudo comprobar un detalle a su juicio sintomático del tipo de régimen que se estaba instaurando a cada lado del frente. En la primavera de 1937, entre Madrid y Valencia había instalados 9 puestos de control que examinaban a fondo la documentación de todos los pasajeros. En cambio, en la zona nacional se podía recorrer cientos de kilómetros sin que nadie te diese el alto. En la España roja dominaba la desconfianza y el afán inquisitorial, en contraste con la blanca. Y esto “sin duda hablaba de la actitud de la población ante cada uno de los sistemas.”


Ruinas del Alcázar e Toledo tras el asedio. 


Tremenda y significativa la escena del teniente coronel Rojo, General Jefe del Estado Mayor del ejército republicano, parlamentando con el coronel Moscardó, sitiado con algunos de sus hombres en el Alcázar de Toledo: “Pienso como vosotros, pero tengo a mi mujer y a seis hijos en manos de los rojos y no quiero verles fusilados.” Y eso es lo que hicieron con el hijo del coronel Moscardó: “fue fusilado por orden del Comandante local socialista porque su padre se negaba a entregar el Alcázar.” Se conserva el Diario de Operaciones del Alcázar. 



Dolores Ibarruri, la Pasionaria


La Pasionaria: "No cabe más solución que la de que una mitad extermine a la otra."

El Encargado de Negocios de Noruega entendió lo que estaba pasando cuando en 1937 coincidió en Valencia con La Pasionaria, diputada comunista, que con rotundidad le dijo: “¡Nunca podrán convivir las dos mitades de España. No cabe más solución que la de que una mitad extermine a la otra!”. El procedimiento bolchevique de exterminio de masas que aplicaron los comunistas en zona roja le quedó desvelado. Tener una empresa con varios obreros, por ejemplo, era motivo de persecución. Pocos en el gobierno -quizá sólo Negrín, añade- trataron de hacer ver que esa política sólo conducía a un desastre para todo el pueblo. 

Pero también el odio admite sanación. Al final de su vida Dolores Ibarruri, la Pasionaria, volvió a abrazar la fe católica. 


Necesitamos fuentes fiables para conocer  la historia

Pienso que este libro de Félix Schlayer  aporta una descripción viva y fiable, que recomiendo porque procede de un testigo desapasionado, y complementa otras visiones que se suelen dar de lo acontecido en esos trágicos años. 


Recordar la historia, con una aproximación lo más objetiva y desapasionada posible a los hechos, es necesario para conocer la verdad y evitar que se repitan actuaciones erráticas o malvadas. No se trata de recordar para avivar el odio, pues eso sólo desata espirales de violencia y arroja veneno a la convivencia. Ni con interés partidista o ideológico, al que tan acostumbrado nos tienen algunos políticos y manipuladores  de la opinión pública.


Construir la paz sólo es posible cuando cada parte reconoce sus errores, no cuando trata de ocultarlos mientras agranda los de la parte contraria. La verdad, o el intento sincero de acercarse a ella oyendo todas las campanas, es la mejor base para una convivencia pacífica abierta a un futuro esperanzado.