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sábado, 25 de febrero de 2023

El espíritu de La Rábida. El legado de Vicente Rodríguez Casado


 


El espíritu de la Rábida. El legado de Vicente Rodríguez Casado. Edición coordinada por Fernando Fernández Rodríguez. Unión Editorial. 1995


    Profesores, alumnos y amigos del profesor Vicente Rodríguez Casado (1918-1990) aportan en esta obra un sorprendente testimonio sobre la huella que este gran humanista dejó en sus vidas, gracias a sus iniciativas culturales y su dinámica manera de entender la vida cultural y universitaria, en la España de los años 40 a 70 del siglo XX.

    Rodríguez Casado, catedrático de Historia en las universidades de Sevilla y Madrid, fue promotor e impulsor de numerosos Ateneos y fundaciones culturales.  Este libro se centra especialmente en una de sus iniciativas más queridas: la Universidad Hispanoamericana de Santa María de La Rábida, de la que fue fundador y rector. Hizo de ella un potente foco de libertad, cultura y convivencia, por el que pasaron varios miles de jóvenes estudiantes de toda España y de otros países de la América hispana.

    Junto a testimonios de gran calado intelectual, como el de los profesores Jesús Arellano y Miguel Chavarría, el libro recoge otros muchos – hasta ciento setenta - que muestran el alcance y la variedad de puntos de vista de quienes compartieron esa iniciativa durante sus treinta años de existencia.

    He tomado nota de algunas de las ideas expresadas en los testimonios, que componen un mosaico en el que se aprecia el peculiar espíritu, plural y abierto, al que se refiere el título del libro, que se publicó en 1995, 5 años después de la muerte de su protagonista, como homenaje a su buen hacer y testimonio para la historia universitaria española.

    La actividad intelectual y humana que despliega Rodríguez Casado está inspirada en sus convicciones cristianas, fortalecidas por su vocación al Opus Dei. Ese sentido cristiano que inspira su quehacer hace que junto a él y en su entorno la convivencia sea sencilla, confiada y estimulante, porque está basada en el respeto a la personalidad de cada uno y en la afirmación de la individualidad personal. Para un cristiano, cada persona es hija de Dios, al margen de sus ideas, y por tanto merecedora de respeto, atención y cuidado. Eso se traduce en la práctica diaria en la delicadeza de trato mutuo, y un estilo de convivencia en que se fomenta la libertad de ser, pensar y expresarse de cada cual: las distintas formas de pensar no separan, sino enriquecen.

    Entusiasmo, fortaleza y optimismo son otros rasgos en la acción de Rodríguez Casado. Como otros muchos jóvenes de la época, había sufrido la crueldad de la guerra: en 1936 tuvo que refugiarse junto con su padre en la embajada de Noruega en Madrid, de la que salió en 1938 para alistarse en el ejército republicano y, una vez en el frente, intentar pasar al bando nacional. Lo logró, coincidiendo providencialmente en la aventura con Álvaro del Portillo. Duras historias similares forjaron el ánimo de miles de jóvenes que, como él, al terminar la guerra, se veían ante la gran tarea de reconstruir el país y la convivencia entre españoles.

    Ese espíritu que imprimió a su quehacer -positivo, abierto, cálido y acogedor- se percibe tanto en las clases como en el resto de actividades de la universidad: conferencias, ciclos de diálogos y tertulias culturales, conciertos musicales, planes deportivos y lúdicos. Y suponía un descubrimiento luminoso para los estudiantes y jóvenes licenciados que pasaban por la universidad unas semanas o meses de verano. Un descubrimiento muchas veces decisivo para el enfoque de su vida personal: porque iluminaba una posible vocación profesional, orientaba hacia un estilo de trabajo más riguroso, o abría los ojos a la belleza de un compromiso existencial con los valores trascendentes. Muchos descubrieron allí que, como en toda actividad humana, también en el trabajo intelectual es necesario poner el corazón, para dar a la existencia un sentido social que va más allá de lo que pide la justicia.

    La vida estudiantil, resaltan como factor común los testimonios, resultaba alegre y desenfadada, pero a la vez seria, porque se percibía el valor enriquecedor de lo que recibían y construían entre todos. El rector, presente en todas las actividades que le resultaba posible –que eran la mayoría- conseguía con su gran humanidad que la convivencia fuera siempre festiva, hasta en los aspectos más serios.

    El carácter multidisciplinar de los asistentes y de las actividades complementaba los saberes parciales de cada uno, y abría horizontes de interpretación científica y vital. Todos aprendían de los demás, y los conocimientos adquirían una dimensión más universal, descubriendo quizá por primera vez el sentido genuino de la universidad como ámbito donde se comparten los saberes.

    Allí recibían a numerosos profesores invitados, a los que sólo se les exigía que respetaran la libertad de pensar de los demás. Esa actitud contrastaba fuertemente, resalta uno de los testimonios, con “cierto paletismo ideológico actual”, que tacha los hechos que no entiende y desfigura el pasado inmediato, por ejemplo, al no querer reconocer la existencia de un respeto al pluralismo como el que había en España aquellos años en ámbitos como la universidad de La Rábida.

    Historiadores, periodistas, filósofos, científicos, poetas, pintores… se comunicaban en La Rábida de forma abierta y libre, desde sus diversas ideologías y culturas. Se percibía que el amor a la libertad y al trabajo universitario reinaban en el ambiente, puesto que son valores que emanan con naturalidad del sentido cristiano de la vida.

    Uno de los testimonios, al describir ese ambiente de libertad que se respiraba en La Rábida, refiere que, desde la perspectiva actual, en la España de Franco de los años 50 había más libertad de la que algunos políticos e ideólogos quieren dar a entender. “Los únicos que no tenían libertad eran los políticos, que además sólo carecían de libertad política, es decir, de la libertad de organizar partidos. Salvo eso, en lo demás eran libres. Y la mayoría de la gente no sentía la necesidad de tener partidos políticos para vivir libremente.”

    Rodríguez Casado buscaba en sus múltiples iniciativas de cultura (Cofradías de pescadores, Ateneos populares, universidades de verano…) la formación de la juventud, tanto intelectual como obrera, pero también la formación de personas adultas, de manera que mejorara su capacidad de juzgar con sentido crítico y constructivo los acontecimientos a todos los niveles: tanto individual y familiar, como social y político.

    La formación que buscaba era humanista, arraigada en lo mejor de lo clásico y abierta a todos los avances de la cultura y la ciencia, para fortalecer la capacidad crítica y de discernimiento con una formación personal bien asentada. Esa formación, que capacita para interpretar los acontecimientos y las personas, era para él la mejor arma para garantizar la libertad, pues inmuniza frente a dictámenes coercitivos o manipulaciones y demagogias políticas de cualquier signo (estatales, ideológicas o de partido).

    Sus consejos estaban llenos de sabiduría, eran estimulantes y animaban a superar las dificultades con realismo: “Que los desengaños nunca lleguen a amargar el fondo del alma, aunque sean muchos y dolorosos.” Y siempre resaltaba la libertad, también a los que asumen tareas de gobierno: “Mandar es distribuir responsabilidades, y que cada responsable tome y asuma decisiones con espíritu de libertad.”

    Uno de sus temas preferidos era la Historia de España. Entre sus publicaciones más conocidas está precisamente Conversaciones de Historia de España. Cuando se dirigía a los jóvenes, buscaba siempre hablarles con ideas y palabras esenciales, que desde la verdad del pasado les sirvieran para la vida del presente (“lo demás les aburre, por no interesarles o no entenderlo.”) Los jóvenes necesitan que se les hable de ideales nobles y grandes, de confianza en su capacidad de trabajar para construir un mundo mejor y más justo. “España sigue teniendo en nuestros tiempos una misión universal que cumplir, misión que le reclama el reforzamiento y sobreelevación de su vitalidad interior en todos los terrenos: económico, social, político, espiritual y religioso.” Con sus clases, los alumnos ampliaban su visión de la historia, haciéndola más universal (“menos pueblerina”) y más abierta a la situación internacional del momento.




    Rodríguez Casado desprendía una gran fe en la acción de la Providencia, Dios vivo y operante en la historia humana: como diría más tarde Benedicto XVI, Dios actúa en la historia a través de personas que le escuchan. Y Rodríguez Casado era un hombre de oración.

   Se refería a la virtud cristiana de la Esperanza como la capacidad y resolución humano-divinas de hacer realidad, en el progresivo presente y en el futuro a la mano, el bien, la verdad y la belleza, que subsisten vivas en los pueblos y culturas de la tierra, y especialmente en los pueblos hispánicos que llenan América, que por eso fue llamado por Pablo VI en 1968 como el Continente de la Esperanza.

    Esa esperanza brillaba en su forma alegre y abierta de entender la vida y la muerte: “la vida no se pierde, sino que se cambia. La muerte es mudarse a una manera de vivir eterna.” La plenitud de la esperanza, decía, emerge a veces lentamente, pero emerge siempre y es ya real en nuestro presente.  Por eso Rodríguez Casado no era un “optimista” en el sentido superficial y simplón, sino un “ocupante”: no le gustaba ver el lado “preocupante” de las situaciones y proyectos: simplemente se ocupaba en resolverlos, uno detrás de otro, sin desánimos.

    Muchos destacan su entrañable y desbordante humanidad, que armonizaba con un físico ciertamente voluminoso. Tenía una gran capacidad de amistad, que le hacía sentirse íntimo y como en su casa por donde pasara. No creaba distancias desde su eminencia intelectual y su rango, al contrario: hasta los más jóvenes se sentían sus amigos. Esa cercanía amistosa con estudiantes y colegas resultaba aún más penetrante y formadora que su propia actividad docente. Como resalta uno, tenía el don de decir lo más difícil y hondo con lenguaje juvenil, pero además el trato personal y la convivencia directa con él te llenaba de ideales de vida y de trabajo, te estimulaba en el deseo de formarte bien para servir mejor a la sociedad.

    Cuantos evocan La Rábida identifican ese peculiar espíritu: sana humanidad, abierta libertad, actitud universalista, afán creador, resolución hacia ideales de acción y de trabajo. Sin duda allí, como en tantas otras iniciativas similares que surgieron en la España de aquellos años, se forjaron los valores de cientos y miles de jóvenes que, con el tiempo, con su trabajo y buen hacer, hicieron posible el milagro español

 

Relacionados:

Un diplomático en el Madrid rojo. (Memorias de la guerra civil escritas por el cónsul noruego Féliz Schlayer, en cuya embajada estuvo refugiado Vicente Rodríguez Casado junto a su padre).

El espíritu de la juventud. (Impacto juvenil de Camino, el libro más conocido de san Josemaría Escrivá de Balaguer).

Álvaro del Portillo

Benedicto XVI

Qué es el Opus Dei 

Libertad en materia política en el Opus Dei



 

 

 

 

 

 

jueves, 25 de febrero de 2021

Alejandro Llano: olor a yerba seca

 




Olor a yerba seca. Memorias. Alejandro Llano. Ed Encuentro

 

 Primera parte de las memorias de este gran filósofo y mejor persona que es el profesor Alejandro Llano Cifuentes, catedrático de Metafísica que fue rector de la Universidad de Navarra durante muchos años.

 

“En un momento de estas páginas recojo algunas de las últimas palabras que Ludwig Wittgenstein dirigió a su discípula predilecta: “Beth, he buscado la verdad”. Ojalá pudiera decir yo lo mismo, aunque sea en un tono más bajo y con un alcance más corto. Lo que sobre todo quisiera mostrar en esta primera entrega de mis memorias es mi torpe intento de unir existencialmente la indagación de las verdades filosóficas y la búsqueda de quien es Camino, Verdad y Vida. Los antiguos cristianos llamaban filosofía a la vida cristiana. Yo no confundo la una con la otra, pero estoy convencido como ellos de que el cristianismo es la vera philosophia.

 

Con un tono coloquial, ameno y sugerente, Alejandro Llano logra encandilar al lector, que se ve gratamente sumergido en el rico mundo interior de un personaje sabio y cultivado, que nos abre sus sentimientos con notable transparencia y sinceridad.

 

La lectura, repleta de anécdotas y sucesos en los que se vio envuelto en la niñez y juventud, tan pronto nos hace reír –en ocasiones a carcajadas- como nos pone en suerte ante pensamientos nobles y profundos. Junto al amor apasionado a la libertad, en estas memorias brilla un compromiso innegociable con las personas y con la sociedad, fruto de una conciencia profundamente cristiana.

 

Recuerda con agradecimiento la fe recibida de sus padres: los recuerdos familiares son chispeantes y rezuman alegría no exenta de momentos difíciles. Es encantador el relato de cómo conoció el espíritu del Opus Dei de la mano de la mujer, por entonces todavía analfabeta, que ayudaba a su madre en el cuidado de la numerosa prole.

 

Sus largos años en Valencia ocupan un lugar muy destacado en esta primera entrega. En la ciudad del Turia fue director del Colegio Mayor Universitario de la Alameda, mientras proseguía sus estudios y hacía su tesis doctoral sobre el pensamiento de Kant. En la universidad de Valencia se estrenó como profesor de Filosofía.

 

En el relato se percibe el penoso ambiente de lucha ideológica que reinaba en la universidad, no muy distinto del actual, que le hacía sufrir y del que solo con mucho esfuerzo lograba evadirse, para centrar la atención en lo realmente propio del trabajo universitario: la investigación y la formación de los alumnos.    

 

Muchos le recuerdan por su fino sentido del humor, que lograba quitar hierro a situaciones difíciles, y por el entrañable aprecio que sabía infundir hacia los valores culturales y del pensamiento, incluso entre los jóvenes de carreras técnicas. “Algunos me dicen que la parte de Valencia es la mejor, seguramente porque es la que viví con más intensidad.”

 

El profesor Llano ha logrado transmitir al texto la cordial amenidad que caracterizaban sus tertulias con universitarios. Cuesta mucho interrumpir la lectura, porque se es consciente de que se está aprendiendo, y además se está pasando un buen rato.

 

De la segunda parte de sus memorias, Segunda navegación, escribí esta reseña.

 

 

 


sábado, 4 de mayo de 2013

Tomás de Aquino: la razón al servicio de la fe


Tomás de Aquino. Vida, obras y doctrina. 
James A. Weisheilpl EUNSA 1994 



Thomas Aquinas (Sandro Botticelli, Abegg Stiftung, Riggisberg)


Este libro del dominico  canadiense James Weisheilp es quizá la mejor biografía de santo Tomás de Aquino.  Traza un cuadro detallado y riguroso de cuanto sabemos hasta la fecha sobre la vida y evolución intelectual de una de las mentes más poderosas de la historia de Occidente, con un  método histórico-crítico de gran precisión en el análisis de las fuentes.  


Tomás de Aquino (1223/4-1274)  vivió en una época que, a semejanza de la nuestra, estuvo sometida a profundas tensiones y cambios culturales. Fue un hombre santo que desde su juventud –casi desde su niñez- puso la inteligencia al servicio de la fe cristiana, mostrando  no sólo que creer es razonable, sino que a la luz de la fe nuestra mente puede avanzar segura en el  conocimiento de Dios. La Iglesia sigue viendo en santo Tomás un guía seguro para adentrarse en el conocimiento teológico sin perder el norte de la fe revelada.


Nació  en fecha incierta entre 1223 y 1224, en el castillo de Roccasecca (Italia). Con apenas 8 años, en 1231, su familia le envió para formarse a la abadía benedictina de Montecasino. En 1239, con unos 15 años, el abad convenció a sus padres para que lo enviasen a estudiar artes liberales a la universidad de Nápoles. Allí dedicó 5 años intensos al estudio, dirigido por profesores universitarios. 






Sabemos del joven Tomás que era más alto que la media en aquella época, de cierta corpulencia, tranquilo y serio para su edad, de pocas palabras, reflexivo, muy dado a la oración.


En Nápoles se formó en el aristotelismo con el maestro Pedro de Hibernia. La corte de Federico II era  un importante centro de traductores, que vertieron al latín las obras de griegos aristotélicos, Averroes y otros autores árabes. Estas obras influyeron en la formación aristotélica de Tomás antes de que conociera a san Alberto Magno, quien se había nutrido más bien de autores neoplatónicos.


Un factor decisivo para su vocación como dominico fue la relación y amistad en Nápoles con los frailes predicadores de la Orden de Santo Domingo,  que se habían establecido allí poco antes, en 1227. Su estilo de vida, el celo por las almas y la pobreza que vivían le removieron. Tomás  eligió ser dominico, y con eso frustró los planes de su familia, que esperaban verlo como benedictino prominente en la abadía de Montecasino.


Los dominicos (Orden de Frailes Predicadores) habían sido fundados en 1215 por el sacerdote español Domingo de Guzmán. Éste, en viaje con su obispo Diego de Acebes hacia Dinamarca, descubrió en el sur de Francia la devastación causada por la herejía albigense.  Los jefes de la secta, cátaros, convencían a la gente poniendo mucho interés e ingenio intelectual, y mostrando una vida pobre.  Domingo y su obispo se dieron cuenta de que los herejes sólo serían convertidos por la práctica de la pobreza evangélica, profundos conocimientos teológicos y gran celo por las almas. Así nació la Orden de Frailes Predicadores.



Aunque no se sabe con exactitud, Aquino pudo recibir el hábito dominicano en 1244, a los 19 años. Ese mismo año, en mayo, marchó de Nápoles camino de París. Probablemente los superiores dominicos veían conveniente que pusiera distancia de su poderosa familia, y por otra parte en la universidad de París podría recibir una preparación acorde con su capacidad.



Las universidades habían surgido en Europa en 1179, con el Papa Alejandro III, y a raíz del Concilio III Laterano, que declaró que toda iglesia catedral debe tener una escuela anexa y un maestro que enseñe teología y gramática al clero secular y a los estudiantes pobres.



Thomas de Aquino a Velázquez depictus (Temptatio Sancti Thomae, Museo Diocesano, Orihuela [España])


En el camino hacia París tuvo lugar el incidente del secuestro.  No hay detalles precisos.  Parece que la familia de Tomás no veía bien que entrara en una Orden que vivía de la limosna, y la madre encargó a uno de los hermanos, Reinaldo, que servía en el ejército, que se lo trajera.    Antes de llegar al castillo familiar de Rocassecca,  tuvo  lugar el episodio de la prostituta, provocado por Reinaldo y los soldados que le acompañaban, para tentar a Tomás. Es imposible que el suceso ocurriera en Roccasecca: doña Teodora, su madre, no lo hubiera tolerado. El relato del “cíngulo angélico” podría ser un recurso  simbólico de los hagiógrafos para resaltar la castidad de Tomás, que supo vencer esa prueba y toda su vida, según testimonió su confesor, vivió fielmente la virtud de la  pureza.


En Roccasecca estuvo retenido entre uno y dos años, quizá hasta el verano de 1245. No era tratado propiamente como prisionero: tenía tiempo para el estudio, la oración y hablar con su familia. También recibía la visita de otros dominicos. En ese tiempo se dedicó al estudio de la Biblia y de las Sentencias de Pedro Lombardo.  


El encierro no sólo no tuvo éxito, sino que después de muchas discusiones, Tomás convenció a su madre de que se hiciera monja: llegó a ser priora benedictina en Santa María de Capua en 1252. No parece cierta la leyenda de la fuga de Tomás, huyendo del castillo descolgándose con una soga. Lo más probable es que marchara honorablemente, con la bendición de su madre. 


Marchó finalmente a París, donde estuvo tres años. De allí fue enviado a  Colonia, para formarse con san Alberto Magno, que había creado en 1248  el Studium Generale de la Orden. Cuando Tomás descubrió la maravillosa sabiduría de san Alberto, que estaba haciendo la compilación de la enciclopedia aristotélica y dominaba todos los saberes, se dio cuenta de la gran oportunidad que se le brindaba –poder escucharle- y comenzó a ser más silencioso que nunca, más asiduo al estudio y más devoto en la oración.


En 1252 regresó a París, y  en 1256 accedió al grado de maestro en Teología, en un ambiente de grandes tensiones en la universidad por el derecho a la dotación de una segunda cátedra de los dominicos y la polémica antimendicante.  Intentó excusarse por su escasa edad y falta de preparación, pero le insistieron en someterse a la prueba de acceso.  


En medio de sus grandes temores, tuvo lugar el episodio del sueño (¿o visión?): un anciano se le aparece en sueños y le dice que no tema, porque Dios le ayudará a llevar la carga de ser maestro, y que escoja como tema de la lección el Salmo 103, 13, sobre la sabiduría divina: “Rigans montes de superioribus”: “Tu regaste las colinas desde tus altas moradas: la tierra se llenará con el fruto de tus obras”. Del mismo modo que la lluvia riega las montañas desde lo alto y forma ríos, que fluyen hacia los valles y fecundan el suelo, así también la sabiduría espiritual fluye de Dios a la mente de los oyentes por mediación de los profesores. (A esa imagen acudía también san Josemaría, al comentar la tarea que deben asumir los intelectuales: ver por ejemplo aquí ).


Tomás puso en ejercicio sus extraordinarias cualidades para el trabajo intelectual. De poderosa memoria, retenía cuanto hubiera leído una sola vez. Tenía gran capacidad de abstracción.  Cuando se concentraba en una idea o buscaba la solución a un dilema,  lo hacía con tal intensidad que perdía la noción  de cuanto sucedía a su alrededor. Para acelerar el trabajo de preparación de textos, y también por su letra poco legible, disponía de secretarios,  y era capaz de dictar simultáneamente hasta a cuatro de ellos,  sobre temas distintos y sin perder el hilo de cada dictado.





Entre 1252 y 1273 realizó prácticamente toda su monumental obra escrita.  Tan poco tiempo  (21 años, de los 49 que vivió), indica una intensa laboriosidad, sobre todo teniendo en cuenta los escasos medios de la época. Especialmente desde 1269 fue consciente de un modo más profundo de la urgencia de intensificar el apostolado de la doctrina. Se volcó de tal manera que “estaba continuamente ocupado en enseñar,  en escribir, o en predicar o en la oración, consagrando el menor tiempo posible a comer o a dormir”. Fue opinión común de quienes le conocieron que “apenas había desperdiciado un solo momento de su vida”.


Esa titánica intensidad, mantenida especialmente en los últimos cinco años, le llevó probablemente a la extenuación. Algo sucedió el 6 de diciembre de 1273  que cambió su vida. Durante la Misa se sintió súbita e intensamente mente conmovido.  Después de la Misa ya nunca más escribió ni dictó. “Todo lo que he escrito, me parece como paja comparado a lo que ahora se me ha revelado”, dijo a su secretario y confesor, Reginaldo. Poco después, el 7 de marzo de 1274, fallecía. 


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Weisheilp realiza un extraordinario trabajo de contextualización del momento histórico. Tanto las ideas como las personalidades de la historia sólo pueden ser comprendidas dentro del contexto de los tiempos en que se desarrollaron. Muchas tergiversaciones y manipulaciones ideológicas de nuestro tiempo, especialmente las relacionadas con la historia de la Iglesia,  tienen su origen en la falta de contextualización, intencionada o perezosamente omitida.


Por ejemplo, es sabido que en el siglo XIII la Cristiandad estuvo sumergida en una confusión entre los planos político y espiritual. Tomás respondió con claridad a esa confusión, en un doble plano:

                a) doctrinal: el papa, en virtud de su ministerio apostólico, es la cabeza espiritual de la Iglesia, y nada más. Cualquier otra función política o mundana es un mero accidente histórico, que puede faltar sin disminuir la naturaleza espiritual de la Iglesia.

                b) personal: rechazó cualquier beneficio que le mezclase en cuestiones de tipo temporal, que papas y eclesiásticos de la época consideraban tarea ordinaria y propia de su ministerio.


 Weisheilp realiza también un gran trabajo  de objetivación de las fuentes, ajustando con  realismo los hechos a su grado de verosimilitud. No duda en dejar  como interpretaciones simbólicas, o hechos poco probables, algunos de los relatos de tono extraordinario que han llegado hasta nosotros, si las fuentes no son suficientemente cercanas o fiables, al margen de su buena fe.


La lectura de esta biografía ayuda a repasar cuestiones filosóficas y metafísicas que están en la base de la teología, que resultan imprescindibles para avanzar sobre terreno sólido en el saber teológico.  


La gran aportación de Tomás es la metafísica. Hay algo en el universo que no es material. Si podemos decir esto, o sea, si podemos decir que “no todos los seres son materiales”, entonces surge un nuevo sujeto que se debe estudiar, que no pueden estudiar ni las matemáticas (que abstraen la materia para estudiar la materia inteligible, esto es, una cantidad mental que solo existe en la mente) ni las ciencias naturales (que abstraen la naturaleza de una especie para hacer leyes sobre hechos universales y no sobre individuos concretos). Eso sucede con la felicidad, con el amor, con Dios…


Tomás insiste en la racionalidad de la fe. Aprender, estudiar y llegar a ser expertos en las ciencias sagradas, es el medio esencial para el apostolado que el cristiano debe hacer en servicio de la Iglesia y de las almas. El estudio asiduo de la Verdad divina es requisito del apostolado de la doctrina. Contemplar a Dios en la oración y en el estudio, para dar a otros los frutos de esa contemplación.


Para Tomás, siguiendo la costumbre de la época, la mejor forma de enseñar la Sagrada Escritura consiste en las tres etapas básicas: lección+disputa+sermón. Nada es plenamente comprendido y fielmente predicado si no es primero masticado por los dientes de la disputa. El maestro, y los alumnos, deben estar preparados para mantener un intercambio de argumentos razonables,  para extraer la mejor interpretación de los pasajes de la Escritura.


En De rationibus fidei explica que la meta del misionero no debe ser demostrar la fe, porque podría ridiculizarla, sino defenderla. El cristiano debe estar preparado para demostrar que la fe católica no puede ser racionalmente refutada. No se puede demostrar, porque sería menospreciar una fe que nos excede a nosotros y a los ángeles.


Sobre las 5 vías por las que afirma que puede demostrarse la existencia de Dios, Tomás está convencido de que sirven y han llevado incluso a Platón y Aristóteles y otros paganos a conocer la existencia del verdadero Dios. Otra cosa es que estas pruebas puedan convencer a todos, porque los sentimientos entorpecen fácilmente el camino de la lógica.


Es interesante cuanto afirma sobre la felicidad y el fin último del hombre. La persona, teniendo libre albedrío y dominio de sus actos, puede pensar que su último fin consiste en lo que no lo es: riquezas, honores, fama, poder, bienestar físico, sexo,  sabiduría o alguna otra realización personal, cuando en verdad sólo  Dios, la bondad increada, puede satisfacer los más altos deseos del hombre. Dios es el verdadero objeto de la felicidad del hombre. Aquí se puede recordar con San Agustín: “nos has hecho para Ti, oh Señor, y nuestros corazones están inquietos hasta que descansen en Ti”.


 Aunque la escuela franciscana explica que el fundamento de la felicidad es el amor, que es una actividad de la voluntad, Tomás insiste en que el amor deriva del conocimiento. Para que el amor no sea ciego, presupone conocimiento intelectual. Por lo tanto, la felicidad consiste en la contemplación, que desborda en amor y alegría. Contrasta el intelectualismo tomista con el voluntarismo franciscano. Para Tomás, la raíz de toda verdadera felicidad consiste en la contemplación de Dios: aquí, a través de la fe; y después por la visión facial. El hombre puede ser feliz en esta vida, pero sólo si pone su meta en el conocimiento y amor de Dios.


Sin embargo, no hay que pensar que la felicidad pertenece exclusivamente al conocimiento, que es una actividad de la inteligencia, y menos en esta vida. En esta vida el amor puede aventajar con mucho a nuestro conocimiento; pero sin algo de conocimiento el amor es ciego. Por tanto, el elemento primario de la felicidad eterna es la visión beatífica de Dios, que es una actividad intelectual.


La felicidad, dice Tomás,  sólo se alcanza totalmente en el cielo. Aquí en la tierra el conocimiento de Dios es una plenitud parcial de la felicidad, que tiene otro elemento importante en el placer, o sentimiento de bienestar en el objeto poseído: un estado de euforia de la mente y del cuerpo  que el hombre disfruta imperfecta y  esporádicamente en esta vida, pero plenamente en la otra.


La felicidad en esta vida requiere rectitud de la voluntad, esto es, una vida virtuosa; y además la salud del cuerpo, un mínimo de bienes temporales y la compañía de amigos. La amistad es un don de Dios, que no puede ser ni forzada, ni comprada, ni exigida. Debe ser acertada y atesorada, porque es parte de la felicidad del hombre sobre la tierra y en el cielo, donde disfrutaremos de la compañía de los santos.


Tomás sabía ser contundente cuando lo exigía la verdad. Por ejemplo, en Contra retrahentes se muestra implacable con “la enseñanza perniciosa y errónea” de algunos maestros que intentaban  disuadir a los jóvenes de la vida religiosa, alegando la corta edad. Muestra su admiración ante los padres que facilitan la vocación de sus hijos desde pequeños, “porque las cosas que aprendemos en la niñez se nos graban más firmemente en nuestro interior”. Pensaba seguramente en su propia experiencia. Usa palabras fuertes:   “Si alguien desea contradecir mis palabras… que no lo haga parloteando ante los muchachos, sino que escriba y publique sus escritos, para que personas inteligentes puedan juzgar lo que en ellos hay  de verdad, y puedan ser capaces de impugnar lo que es falso con la autoridad de la verdad”.


Para Tomás  los salmos recapitulan toda la teología. En sus comentarios al Salterio (Salmos 1 a 54), explica que los salmos alaban todas las obras de Dios, el opus dei: la creación, el gobierno, la reparación, la glorificación. Como todas las obras de Dios se refieren a Cristo, la materia de los salmos es Cristo y sus miembros. “Todo lo referente al fin de la Encarnación está expresado claramente en esta obra, de modo que casi parece ser un Evangelio y no una profecía”. “El salterio contiene la totalidad de la Sagrada Escritura”, porque la obra de glorificación y todas las otras obras de Dios se reconocen claramente en ellos.


Tomás admite que los salmos tienen un sentido literal, se refieren a la historia judía. Pero afirma que para el cristiano es más importante el sentido espiritual, en el que personas, cosas y sucesos significan a Cristo o a su Iglesia en la tierra o en el cielo. El sentido espiritual del Antiguo Testamento es más relevante para el culto y la vida personal del cristiano que el sentido literal.


Se desprende también de la lectura de esta biografía la importancia del conocimiento del latín. Gran parte de la teología consiste en saber qué se puede decir y qué no se puede decir para preservar la verdad de la Revelación. A veces los problemas que se plantean son de gramática latina al servicio de la fe. Por ejemplo, unus (uno) se dice de Cristo, pero no unum (neutro). De ahí la importancia que la Iglesia siempre ha dado al uso del latín, que permite expresar conceptos con un significado preciso e indistinto para todos, sea cual sea el idioma particular de cada uno


El libro incluye un catálogo breve de 101 obras auténticas de santo Tomás, sobre las que también realiza un importante esfuerzo de datación y verificación.  


Para saber más, consultar el blog del profesor Enrique Alarcón, de la Universidad de Navarra.  Es el  portal de internet más completo sobre el Aquinate. 




domingo, 6 de enero de 2013

Segunda navegación. Alejandro Llano


La vida lograda de un intelectual de pura cepa


Segunda navegación. Alejandro Llano. Ed. Encuentro


Una vida plena es una idea tenida en la juventud y realizada en la edad madura. Estas palabras de Alejandro Llano son, a mi juicio, las que mejor reflejan el contenido de este magnífico libro, en el que se aprende y disfruta contemplando la trayectoria intelectual y vital de un hombre de singular valía.

Se trata de la segunda parte de las memorias del profesor Alejandro Llano, catedrático de metafísica en las universidades de Valencia y Navarra. Como en Olor a yerba seca, que recoge sus memorias de juventud,  Alejandro Llano despliega en este libro. ante el agradecido lector, todo lo que lleva dentro, con una libertad, sinceridad y capacidad de llamar a las cosas por su nombre poco usuales.

Cuantos le conocemos sabemos de su gratificante cualidad de  expresar cosas serias con simpatía y rigor. Y así lo hace en el libro, ayudado de una expresividad literaria que debe, como confiesa también agradecido, a su afición apasionada por la lectura desde muy joven. Afición no solo ni principalmente a libros sesudos, sino también y sobre todo a la novela: Al leer novelas, vivimos otras vidas y exploramos a fondo la nuestra.

Si en Olor a yerba seca el recorrido estaba lleno de anécdotas vitales, en esta segunda parte acompañamos a Alejandro también por algunos de los principales hitos de su trayectoria intelectual. Van desfilando personajes que han influido en su pensamiento, y comparte con el lector sucesos y reflexiones siempre enriquecedores.   

Sorprende la facilidad con que pasa del pensamiento profundo al comentario que te obliga a reír a carcajadas, con envidiosa sorpresa de circunstantes. Lo que nos cuenta muestra una vida colmada, con principios morales claros de los que extrae consecuencias prácticas para la vida diaria. Así: La clave del perdón es el olvido. La “memoria” encona el agravio e impide perdonar.

Al hilo de sus planteamientos uno se siente inclinado a contrastarlos con la vida propia. Por ejemplo, cuando se pregunta: A mí, ¿en qué se me ha ido la vida?

Una vida colmada es también una vida agradecida. Son frecuentes las referencias a sus padres,  llenas de emocionado y contenido reconocimiento. Su madre, mujer fuerte y humilde, que  siempre procuró que la atención de quienes le rodeaban no se centrara en ella (…) Solía ponerse en segundo plano, lo cual no disminuía –sino todo lo contrario- la impresión de gran categoría personal que suscitaba en cuantos la conocían. Y el calor del padre y de  cada uno de sus numerosos hermanos, siempre unidos y a la vez dispersos por el mundo. 

Pensador como es, saca conclusiones de la realidad que observa. Alejandro se confiesa aristotélico y cristiano, que no platónico ni neoplatónico. Por eso le da mucha importancia al cuerpo que somos (no “que tenemos”). Siento a mi padre y a mi  madre dentro de mí: también con su fortaleza y su proclividad a determinadas enfermedades. Yo soy ellos. El legado de los padres no sólo se refiere al aspecto sicológico, cultural y religioso, sino también es una herencia biológica.

La evidencia del ser de lo real permite conclusiones importantes. Por ejemplo,  que los motivos por los que las familias numerosas constituyen un fenómeno positivo,  que es conveniente fomentar y apoyar,  no son pragmáticos, sino más bien ontológicos: el ser humano es un bien en sí mismo, y su nacimiento es la única novedad radical que aparece sobre la tierra. A cada uno de los hijos, muchos o pocos, se les puede decir: ¡qué bueno es que existas!

Lector empedernido, es significativa su afirmación acerca de que la salvación intelectual está en los libros. Regenerarán la universidad unos pocos profesores y unos pocos alumnos capaces de leer, reunirse y hablar entre sí. Nada de lobbies ni tácticas a corto plazo. El silencioso diálogo de la lectura es la mejor terapia contra el pragmatismo y el funcionalismo. Es preciso leer mucho y bueno.

Nos regala  interesantes referencias a las lecturas que más le han influído, de las que el lector atento toma buena nota para cubrir lagunas: El jardín de los Finzi Contini, de Giorgio Basan. Historia del buscón llamado Pablos, de QuevedoDostoieski: El idiota; Demonios;  Los hermanos KaramazovEl corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Los Budenbrook (Thomas Mann). En busca del tiempo perdido, de un Marcel Proust, de quien afirma que  se equivoca en la antropología, pero hace descripciones magistrales de las actitudes humanas. José y sus hermanos;  Doctor Faustus;  La montaña mágica (Thomas Mann). Ética a Nicómaco, de Aristóteles. Ulises (Joyce). El ruido y la furia (Faulkner). El Danubio, de su amigo Claudio Magris. Y un largo etcétera.  Y por supuesto el Evangelio: La Biblia es el libro cuya lectura nos permite llegar a entender cada vez mejor la propia Biblia. Ninguna otra lectura es más eficaz.

Un intelectual como él no podía dejar de lado la referencia al apoyo indispensable que se prestan razón, ciencia y fe. Su conclusión es rotunda: la ciencia positiva y la filosofía moderna son impensables sin el mensaje cristiano, especialmente en lo que concierne a la desacralización del mundo, a la creación de todas las cosas por Dios y a la libertad humana.

Invitado a participar en universidades y foros de numerosos países, es ilustrativa su capacidad de amistad,  la forma más alta de comunicación entre iguales, que desarrolla ampliamente. Sorprende la extensa y tupida red de amigos de toda la escala social, comenzando por sus numerosas promociones de alumnas y alumnos, que le guardan una cariñosa y leal cercanía, en justa correspondencia a la suya.

Alejandro se muestra abierto a cuantos se le acercan: intelectuales, políticos y gente menos conocida del ancho mundo. No todos le responden igual, y sabrosos comentarios acerca de diversos personajes conocidos salpican el relato.

A lo largo del libro se pone también de manifiesto la capacidad pedagógica del profesor, puesta al servicio de cuantos se le acercan, y su amor a la universidad:

Se enseña lo que se sabe y se ama. Enseña el que sabe y ama.

Cuando se sabe de verdad acerca de una cuestión, la mejor y casi la única forma de transmitir conocimiento es con la presencia de cuerpo entero y con la palabra viva. Aquello que vitalmente se domina lo comprenden sin problemas todos los estudiantes que ponen un mínimo de interés y esfuerzo. Porque entonces lo que se da no es una “materia”: se da el profesor a sí mismo, lo mejor q tiene: su saber y su amor por el conocimiento y por ellos mismos.

Afán de enseñar  y generosidad, afirma, son dos cualidades indispensables en el profesor universitario.  Si no tengo con quién compartirlo, ¿para qué me interesa saber más? Quien está solo y sin interlocutores no encuentra ningún motivo vital para avanzar en el saber (…)  Se entiende de verdad algo (incluso en la ciencia) cuando se narra, porque entonces se aprecia cuál es su curso y su finalidad.

Respecto a la generosidad con el propio tiempo, cita a Gregorio Marañón: “Muchos hombres dicen: no puedo ocuparme de nada porque necesito todo mi tiempo para hacer “mi obra”. Estos no harán nunca ni su obra ni nada.”

No se muerde la lengua al hablar de algunas de las actuales miserias de la universidad:

Donde he visto más atropellados los anhelos de ciencia rigurosa y de pensamiento libre ha sido en instituciones universitarias dominadas dogmáticamente por profesores anticristianos.

Bolonia cae en el procedimentalismo, la minusvaloración del conocimiento y la depreciación de la figura del profesor.

El alma de la universidad, afirma, es la comunicación vital del saber. Eso, junto a leer mucho y no dejar nunca de hacerlo, y a reunirse los pocos que comparten los mismos ideales para hablar interminablemente entre ellos,… esas tres cosas son las que ponen en marcha una conspiración leal a la república de las letras, una continuada labor subversiva contra la ignorancia solemnemente establecida y todos los fantasmas de la eficacia postulada.

Consciente de la grave encrucijada moral y de pensamiento en que se encuentra el mundo, aflora siempre su optimismo realista, que invita a salir de la pasividad: El vuelco de un proceso en declive lo han conseguido siempre minorías bien preparadas.

Alejandro Llano tiene una rica producción intelectual. El placer de escribir es el más íntimo y solitario q imaginar se pueda. Nos da cuenta del origen y alcance de algunas de sus obras más conocidas: La vida logradaEl diablo es conservador, Humanismo cívico, Repensar la universidad…

Son muy interesantes sus reflexiones sobre la teoría del deseo mimético, de René Girard, y la conversión que produce en todo autor descubrir que la dualidad bien-mal está en el interior de cada uno, también del héroe. Ver aquí una conferencia suya al respecto: La literatura como conversión

Se percibe a lo largo de la navegación un factor de cohesión que une elementos en apariencia dispersos: una coherencia cristiana, la unidad de vida que promueve el espíritu del Opus Dei, que vemos emerger con naturalidad de la vida misma en el día a día. Lo refleja bien el comentario de un amigo,  lector de la primera parte de sus memorias: Olor a yerba seca es un relato como tocado por la gracia, y la clave es la unidad entre la vocación cristiana y la vocación intelectual del autor.


Quizá el mejor resumen de este recomendable libro es que ejemplifica en qué consiste una vida plena,  esa idea tenida en la juventud y realizada en la edad madura. Aún le queda al profesor Llano al menos una tercera entrega de sus memorias, pero de momento con las dos precedentes nos ha dejado mucho para aprender y disfrutar.