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martes, 8 de agosto de 2017

Oráculos de la ciencia







       Mariano Artigas y Karl Giberson, científicos y expertos en las relaciones entre ciencia y religión, analizan en este documentado libro a seis científicos con una importante  capacidad de divulgación: Richard Dawkins, Stephen J. Gould, Stephen Hawking, Carl Sagan, Steven Weinberg y Edward Wilson. Los seis sugieren en sus publicaciones tres ideas: que la ciencia es hostil a la religión, que los científicos son ateos, y que la comunidad científica centra sus investigaciones en el origen del universo y del hombre  .



Artigas y Giberson muestran que ninguna de esas afirmaciones es cierta. Ciencia y religión son dos empresas humanas muy diferentes, con una autonomía que debe ser respetada. Líderes de la comunidad científica como Francis Collins, Allan Sandage o Charles Townes, entre muchos otros,  son profundamente religiosos. Curiosamente los seis “oráculos” parecen ignorarlos.


La ciencia moderna es uno de los mayores desarrollos de la historia humana, que ha ayudado a difundir  valores implícitos en la tarea científica: objetividad, buscar la verdad con humildad, validación independiente… Es cierto que ha habido conflictos y ataques injustificables, como las controversias en torno al caso Galileo o entre evolucionismo y creacionismo.


 Pero el bien de la verdad pide que se aplique con rigor la metodología adecuada a cada conocimiento: hay un método aplicable a la ciencia, que es distinto del método filosófico. Transvasar los métodos lleva a errores de bulto, como muestran Artigas y Giberson  con serena objetividad y un delicado respeto a las personas y a la verdad de las cosas.  


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El libro analiza la trayectoria y logros científicos de cada uno de los célebres científicos,  y sus afirmaciones  más importantes en relación con la religión y la existencia de Dios.  Artigas y Giberson afirman la  capacidad científica innegable de cada uno, pero muestran también que fallan cuando hacen incursiones en el  campo de la filosofía o la teología. 


Fallan por falta de rigor en los razonamientos, y porque mezclan  ciencia con opiniones personales que en absoluto se concluyen de sus aportaciones científicas. Dawkins, por ejemplo, mezcla la ciencia con opiniones expresadas con tal apasionamiento que resulta difícil al lector distinguir la ciencia de la opinión. Esa mezcla invalidaría sus artículos para ser publicados en una revista científica. Parece que aprovecha sus méritos científicos y la audiencia lograda por su capacidad de divulgación para hacer una apología de sus creencias, en absoluto respaldadas por la ciencia.


Uno de los libros más difundidos de Dawkins, El relojero ciego, no puede ser catalogado como libro de ciencia. Cuando reflexionamos sobre la ciencia, sus objetivos, su valor, sus límites, no estamos haciendo ciencia, sino filosofía. Dawkins es un buen científico y un brillante comunicador, pero su trabajo como filósofo resulta pobre y lleno de lagunas.


Existen formas de conocimiento distintas de la ciencia: el sentido común, la experiencia artística y religiosa, la reflexión filosófica. Todas ellas quedan fuera del alcance de la ciencia, como también queda fuera el significado de la vida y del universo. Y por supuesto  la acción de Dios en el mundo también puede estar fuera del alcance de la ciencia, aunque puede igualmente ser compatible con ella.


Por ejemplo, es notable el empeño de Dawkins en rechazar el diseño inteligente del universo, cuando otros científicos como Christian de Duve, biólogo y Premio Nobel, ha afirmado que la evolución es compatible con la existencia de un plan divino, y ofrece pistas que llevan a admitir la existencia de ese plan. Por lo demás, es evidente la existencia de un diseño aparentemente complejo de las leyes físicas que hacen posible la vida, leyes precisas que gobiernan el universo, constituido a su vez por una materia dotada de propiedades específicas.



  

El éxito de la ciencia se debe a que concentra su esfuerzo en ámbitos muy particulares y restringidos, evitando preguntas sobre lo que cae fuera de ese ámbito. El cientifismo en cambio hace generalizaciones sin base, malas filosofías falsamente presentadas como derivadas de la ciencia, que acaban convirtiéndose en una  pseudo-religión, a la que bien podría calificarse de virus de la mente con el que se pretende dar un sentido a la vida y un ideal por el que luchar, adaptando la terminología que el propio Dawkins ha inventado para atacar a la religión.


Dawkins en realidad no examina la verdad de la religión, se limita a dar por supuesta su falsedad porque no se ajusta a los criterios de la ciencia empírica. Pero ningún método científico nos puede llevar a comprobar la existencia de Dios, y menos a la conclusión de que somos hijos de Dios, o que debemos amarnos unos a otros. Que esas afirmaciones no sean científicas no significa que estén hechas sin apoyo: se apoyan en algo distinto al método científico.


La fe no es, como afirma Dawkins, “confiar ciegamente, en  ausencia de pruebas,  aun frente a evidencias”. Ningún escritor cristiano importante  ha definido así la fe. Pero Dawkins construye ese hombre de paja y basa en él todo su ataque a la religión.


Más preocupante que sus errores intelectuales es la ferocidad con la que afirma su ateísmo, sólo explicable porque los motivos de su ateísmo tengan un origen emotivo y no científico, pues la ciencia avanza con unos valores propios característicos: búsqueda de la verdad, objetividad, rigor, modestia intelectual, cooperación


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A veces viene bien conocer las motivaciones que están detrás de algunos comportamientos. Por ejemplo, a  Hawking le gusta conectar la física con Dios porque descubrió que así sus conferencias se llenaban. Giberson apunta con ironía que Hawking sabe que cada ecuación que introduce en uno de sus libros reduce las ventas a la mitad, y cada vez que introduce el término “Dios” dobla las ventas. Las incursiones de Hawking en filosofía o teología son dolorosamente ingenuas y asombrosamente dogmáticas. Y con frecuencia están expresadas en un incomprensible tono mistérico que no se sabe si esconde una burla o mera vaciedad, aunque curiosamente muchos la reciban como un auténtico oráculo, sin entender nada.



Sagan, famoso por la serie Cosmos, de muy buena factura pero en la que no hay lugar para Dios, reconstruye la historia sin hechos en los que apoyarse, como en el caso de la bibliotecaria Hipatia de Alejandría, cuya verdadera historia no tiene nada que ver con la leyenda anticristiana construída muchos siglos más tarde. Sagan también reinventa a Tales de Mileto, de quien apenas sabemos nada,  y que Sagan describe sin base documental como héroe de la lucha de la ciencia contra la religión en la Grecia clásica.
  

En cambio Sagan  omite toda referencia a los detallados estudios sobre cómo la revolución científica del siglo XVII  fue debida a siglos de trabajo previo durante el  periodo medieval. La física matemática apareció en el mundo occidental, fruto de un trabajo meticuloso que se gestó durante la Edad Media, en la Europa cristiana, que no era tan oscura como la pinta Sagan.


Presentar la religión como enemiga de la ciencia es ignorar que donde ha crecido la ciencia ha sido precisamente en el Occidente cristiano, y que el cristianismo no se ha visto obligado a cambiar como consecuencia del progreso de la ciencia.



    Son algunas pinceladas de este gran libro, muy recomendable para amantes de la ciencia y del rigor intelectual. 

sábado, 8 de diciembre de 2012

Ciencia y fe. Lo que sabemos del origen del Universo y de la vida (I)






La mirada de la ciencia y la mirada de Dios. Diego Martínez Caro. Ed. EUNSA. 2011



El nuevo ateísmo, una ideología muy poco científica


       El debate sobre la existencia de Dios está presente en muchos ambientes intelectuales y científicos. En los últimos años, algunos divulgadores como Sam Harris o Richard Dawkins se han empleado a fondo en una campaña para hacer creer a la opinión pública que la ciencia ha logrado desterrar a Dios, y que tener fe es una postura anticientífica.  Su argumentario  podría resumirse así: “o no crees en Dios o eres un cretino”.  Han difundido el llamado nuevo ateísmo, una ideología que se presenta como ciencia moderna, a pesar de su falta de  consistencia científica.


Diego  Martínez Caro  -médico cardiólogo,  profesor de la Universidadde Navarra   y autor de numerosos trabajos de investigación-  aporta con este libro un razonado y sereno desmentido a las simplezas de los propagadores de ese nuevo ateísmo.  Apoyado en los hallazgos de algunos de los mejores  científicos de la historia y del momento, y en el método riguroso de sus  propios trabajos de investigación, muestra que la fe en Dios y la ciencia no sólo son compatibles, sino que –teniendo objetivos diferentes- se enriquecen mutuamente. 


En sucesivos  capítulos  Martínez Caro resume con precisión los últimos descubrimientos  de la Ciencia  acerca del origen del Universo, de la Vida y del Hombre. En su exposición une al rigor del científico que se ciñe a datos contrastados,  la claridad del buen comunicador.  Además, Martínez Caro muestra un sólido  conocimiento de la doctrina cristiana, que  le ayuda a descubrir la perfecta armonía entre lo que dice la fe y lo que el hombre de ciencia va descubriendo.


Afronta también  los grandes temas que siempre han inquietado al hombre: la existencia del mal, prueba de fuego de nuestra libertad, puesto que si el Mal no existiera, no podríamos elegir entre el Bien y el Mal.   O el misterio del dolor, cuyo sentido tanto nos cuesta entender y  que ha sido descrito como el megáfono con que Dios habla a un mundo sordo.


Presta especial atención a todo lo relacionado con la Evolución.  La evolución biológica es ciencia, no una hipótesis. La Iglesia la asume, y rechaza la interpretación literal de la creación bíblica. Pero rechaza también que seamos el producto de una evolución al azar y sin sentido. No es lo mismo la teoría de la evolución -una teoría científica, válida como tal aunque le falten eslabones perdidos (estratos fósiles, etc.) - que el evolucionismo, una ideología basada en la teoría científica, pero que pretende sacar conclusiones metafísicas –como la casualidad- de manera no científica.


El Darwinismo es una  teoría  que intenta una posible explicación al hecho de la evolución. Aunque está muy aceptado por los científicos, el darwinismo no es empírico: es más bien una ideología o creencia que se apoya en la doctrina filosófica del naturalismo científico, y que no alcanza a explicar los mecanismos por los que se rige la evolución. Para los darwinistas, sólo el hecho de poder imaginar el proceso es suficiente para confirmar que algo del tipo de lo imaginado tiene que haber ocurrido.


Un ejemplo de las lagunas e interrogantes no resueltos es el comportamiento de  una de las leyes más confirmadas por la ciencia: la del aumento de la entropía (segunda ley de la termodinámica), según la cual el Universo degenera hacia un total desorden. ¿Cómo puede esta ley operar frente a la del evolucionismo, según la cual las fuerzas del azar evolucionan de manera ascendente? ¿Son compatibles las fuerzas del desarrollo biológico con las de la degeneración física?


El  neodarwinismo es  una ideología que defiende sin ninguna constatación que el extraordinariamente ordenado e inteligible mundo de los seres vivos sería fruto del azar, de un universo aleatorio sin  finalidad ni orden. Antiguos neodarwinistas han  retrocedido hacia el darwinismo,  al constatar la falta de pruebas.  Por ejemplo  Jay Gould, quien ha declarado que “el hecho más perturbador del registro fósil es la incapacidad de encontrar un claro  vector de progreso  en la historia de la vida.”


El neodarwinismo no sólo es una mera teoría a la que parece contradecir la observación científica. Es también una ideología nociva, que ha obligado a la Iglesia a entrar en el debate. Porque hacer creer a la gente que en  el universo “sólo hay una ciega y despiadada indiferencia” -como defiende uno  de los principales exponentes del nuevo ateísmo,  Richard Dawkins- es extender una ideología  que constituye un grave peligro para el hombre.  Si somos un simple fruto de la casualidad, y  lo que nos gobierna es una absoluta indiferencia, ¿qué importancia puede tener  la vida de la persona? Entre el azar y el desprecio absoluto al ser humano sólo hay un paso.


Martínez Caro reúne un buen elenco de algunos de los incontables científicos que han manifestado una Fe profunda, o han descubierto de alguna manera a Dios gracias a su excelencia investigadora. Son prueba de que la fe guía el trabajo del investigador hacia  la realidad de las cosas,  y de que la investigación científica de calidad puede acercar al descubrimiento de Dios.Entre otros muchos, menciona a:  


-Francis Bacon, uno de los padres del método científico,  a quien debemos la afirmación de que  una filosofía ligera inclina a la mente del hombre al ateísmo, pero la profundidad en la filosofía conduce a las mentes de los hombres a la religión.


-Pascal, célebre matemático y filósofo: muy débil es la razón si no llega a comprender que hay muchas cosas que la sobrepasan.


-Kelvin, padre de la física moderna: la ciencia nos obliga a creer con perfecta confianza en un Poder Directivo (…) en una influencia aparte de las fuerzas físicas, dinámicas o eléctricas. La ciencia nos obliga a creer en Dios. Creo que mientras más a fondo se estudia la ciencia, más se aleja uno de cualquier concepto que se aproxime al ateísmo.


-Francis Collins, que ha dirigido  el proyecto Genoma-Humano, ha afirmado que  nunca habrá una prueba “científica” de la existencia de Dios: porque la ciencia explora lo natural,  y Dios está fuera de lo natural. Con el uso de la Ciencia, Dios nos da la oportunidad de entender el mundo natural. (…) Una síntesis armónica de Ciencia y Fe no es solo posible sino profundamente reconfortante. Mi apreciación de la Ciencia se enriquece por la Religión. Si quiero estudiar genética, usaré la Ciencia. Si quiero comprender el amor de Dios, necesito la Fe. Los hombres de ciencia tenemos la oportunidad de asistir cada día a la revelación de misterios en la exploración del mundo natural, y de percibir en esos misterios la revelación de la grandeza de Dios.


Desde diferentes perspectivas y experiencias, se recogen  también los testimonios y argumentos  de  Charles Coulson, profesor de matemáticas en Oxford y uno de los tres artífices de la teoría orbital molecular;  Charles Townes, Nobel de Física por el descubrimiento del máser y láser: la ciencia y la fe no son fuerzas opuestas. La Ciencia quiere conocer el mecanismo del Universo, la Religión su sentido; Arthur Schawlow, profesor de Física en Standford y Nóbel de Física; Alan Sandage,  el cosmólogo más importante del momento: cuanto más sabemos de bioquímica más increíble nos parece, a menos que exista algún tipo de principio organizador;  Carlo Rubbia, Nobel de Física: cuando observamos la naturaleza quedamos impresionados por su belleza, su orden, su coherencia (…) no es creíble que ese perfecto engranaje sea fruto del azar. Hay evidentemente algo o alguien haciendo las cosas como son. Vemos los efectos de esa  presencia, pero no la presencia misma


Artículo relacionado: Metafísica y ciencia experimental

domingo, 14 de julio de 2013

Lemaître y el átomo primitivo



Cuando ciencia y fe caminan juntas



Ya he anotado aquí  breves reseñas personales de varios libros sobre la ciencia y la fe. La última, esta relectura de Creación y pecado, de Joseph Ratzinger. Una verdadera delicia para la inteligencia, que he recomendado también a amigos que no tienen fe.



Otros títulos en la misma línea han sido Razonespara creer, de André Leonard; Cienciay Fe: lo que sabemos del origen del Universo, de Diego Martínez Caro; Galileo y la Iglesia, de Walter Brandmüller; Ciencia y fe: Nuevasperspectivas, de Mariano Artigas.


Y es que hay preguntas que nos implican mucho. ¿Qué sabemos de nuestro origen, del universo que nos rodea, de nuestro destino último? ¿Qué podemos saber con la luz de nuestra inteligencia? ¿Qué nos dice la fe católica? ¿Hay alguna incompatibilidad? Son cuestiones que  atraen  a cualquiera, siquiera sea por un mínimo  de curiosidad intelectual.


Por otro lado no son pocos los que se han dejado influir por esa  idea poco razonable y en absoluto demostrada de que la ciencia ha desbancado a la fe.  Y es preciso recordar lo obvio con frecuencia: ciencia y fe tienen ámbitos distintos, y avanzan juntas por el camino de la verdad.


No sólo no hay incompatibilidad entre ellas, sino que la ciencia ha nacido y se ha desarrollado gracias a un sustrato cristiano, de hombres de ciencia que por su fe cristiana creían en un universo racionalmente ordenado por su Creador, no abandonado a fuerzas ciegas y arbitrarias.  La inmensa mayoría de los grandes científicos han sido y son creyentes.


Comentaba ayer estas ideas con mi amigo Vicente Miquel, catedrático de Matemáticas.  Y repasábamos la larga lista de científicos que las comparten.  Recordamos por ejemplo el caso del científico belga  George Lemaître, a quien  debemos el descubrimiento de la teoría del átomo primitivo, o Big Bang, en 1927.  Pocos saben que Lemaître no sólo era un ferviente católico, sino que además era sacerdote. De él dijo Eddington que "da una respuesta asombrosamente completa a los diversos problemas que plantean las cosmogonías de Einstein y de De Sitter". Y Einstein, que estuvo informado de los trabajos de Lemaître y asistió a alguna de sus conferencias, afirmó que era el científico que mejor había comprendido sus teorías de la relatividad.



Lemaître desde muy joven supo que había dos caminos para llegar al conocimiento de la verdad. Uno era la ciencia. Y  el otro la fe. Decidió recorrer con ímpetu los dos. Estudió ingeniería, matemáticas, física y astronomía. Y estudió a fondo filosofía y teología. Destacó en la ciencia. Su teoría del átomo primitivo,  reconocida y aplaudida por Einstein,  fue acogida  por el mundo científico tras superar algunas injustas reticencias de quienes ponían en duda su valor científico por su condición de hombre de fe.  Lemaître destacó como científico. Y destacó como hombre de fe. No hay incompatibilidad, sino apoyo mutuo entre ambas.


Vicente Miquel me ha recomendado esta cita  de Francis Collins, genetista y director del National Human Genome Research Institute, que investiga el genoma humano.  En su libro The language of God (Así habla Dios, Ed. Temas de hoy 2006) dice:



Cubierta delantera“En el siglo XXI, en una sociedad cada vez más tecnificada, se libra una batalla entre el corazón y la mente de la humanidad. Muchos materialistas, advirtiendo triunfantes los avances de la ciencia para llenar las brechas de nuestro entendimiento de la naturaleza, anuncian que creer en Dios es una superstición obsoleta, y que estaríamos mejor si lo admitiéramos y continuáramos avanzando. Muchos creyentes en Dios, convencidos de que la verdad que deriva de la introspección espiritual es un valor más perdurable que las verdades de otras fuentes, ven los avances de la ciencia y la tecnología como peligrosos e indignos de confianza. Las posturas se endurecen, las voces se agudizan.


¿Daremos la espalda a la ciencia porque se la percibe como una amenaza a Dios, abandonando toda promesa de avanzar en nuestra comprensión de la naturaleza para aplicarla en aliviar el sufrimiento y mejorar la humanidad? O, por el contrario, ¿daremos la espalda a la fe, concluyendo que la ciencia ya ha hecho que la vida espiritual deje de ser necesaria, y que los símbolos religiosos tradicionales pueden ser ahora reemplazados por grabados de la doble hélice en nuestros altares?



Ambas opciones son profundamente peligrosas. Ambas niegan la verdad. Ambas disminuirán la nobleza de la humanidad. Ambas serán devastadoras para nuestro futuro. Y ambas son innecesarias. El Dios de la Biblia es también el Dios del genoma. Se le puede adorar en la catedral o en el laboratorio. Su creación es majestuosa, sobrecogedora, intrincada y bella, y no puede estar en guerra con sí misma. Sólo nosotros, humanos imperfectos, podemos iniciar tales batallas. Y sólo nosotros podemos terminarlas”.


Me ha gustado especialmente este último párrafo, que me trae resonancias de lo enseñado por el fundador del Opus Dei,  san Josemaría:debéis comprender ahora con una nueva claridad que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día.”

domingo, 9 de diciembre de 2012

Ciencia y fe. Lo que sabemos del origen del universo y de la vida (y II)






La mirada de la ciencia y la mirada de Dios.
Diego Martínez Caro. Ed. EUNSA. 2011


El diseño inteligente y el principio antrópico deslumbran a los científicos



Cada vez es mayor el número de científicos que muestran su asombro ante la evidencia de que  el universo parece como si se desarrollara de acuerdo con un plan inteligente. Este argumento del diseño inteligente, curiosamente  abandonado por  los teólogos tras las críticas procedentes del darwinismo, es ahora recogido por la Ciencia, que  sugiere además que la existencia de organismos conscientes es un rasgo fundamental del universo. Parece como si todo estuviera hecho para ser observado por seres inteligentes.


El filósofo Anthony Flew, tras 50 años de ateísmo, declara: “Creo que los orígenes de las leyes de la naturaleza, de la vida y del universo señalan claramente a una fuente inteligente. La carga de la prueba recae sobre los que argumentan lo contrario (…) Cada año que pasa, y según descubrimos la riqueza de la inteligencia inherente a la vida, menos posible parece q una sopa química pueda generar por arte de magia el código genético”.


Richard Smalley, Nobel de Química, muestra también su admiración ante el principio antrópico: cada vez aparece con mayor claridad a la Ciencia que el universo está exquisitamente ajustado para hacer posible la vida humana.


Por su parte, Paul Davies, que ha sido profesor en el Centro de Astrobiología de Australia, y ahora en la  Universidad de Arizona, defiende que las condiciones físicas que hacen posible nuestra existencia se encuentran tan increíblemente ajustadas que hacen inviable  atribuir la existencia humana al simple juego accidental del azar o de fuerzas ciegas. Es necesario algún plan superior capaz de explicar la vida humana.


La posibilidad de que desde el origen del Universo (14 mil millones de años) se produzcan al azar los miles de millones de coincidencias, mutaciones y combinaciones necesarias para dar origen a un organismo humano es ínfima: se ha podido calcular con potentes ordenadores y es muy inferior a 1 entre mil millones.


Muchos científicos concuerdan en esto: la aparición de la vida depende de unas propiedades favorables de la física tan específicas que no pueden sino ser deliberadas por una inteligencia superior. Es casi inevitable pensar que nuestra inteligencia es imagen de una inteligencia superior. Para el astrónomo y matemático Fred Hoyle, esta teoría –aunque apoyada en razones sicológicas más que científicas- es tan obvia que hay que preguntarse por qué no es ampliamente aceptada como evidente por la comunidad científica. Quizá hay que ver aquí uno de esos casos de miedo a la disidencia respecto a lo políticamente correcto: el miedo a verse aislados profesionalmente.


La fe en un Dios sabio y racional hizo posible el nacimiento de la ciencia moderna


Davies reconoce también la influencia decisiva del cristianismo  en el nacimiento de la ciencia moderna: los pioneros de la ciencia moderna eran cristianos,  y como tales pensaban que la naturaleza, como obra de Dios, era racional y que, por tanto, se podría investigar científicamente.


Subraya el doctor Martínez Caro que es un hecho incontestable que la ciencia moderna tuvo sus orígenes entre los siglos XIII y XVII,  gracias a una matriz cultural cristiana: la de Europa, que vivía siglos de fe. Por su fe cristiana, los europeos se consideraban cuidadores de la obra de su Padre Dios, infinitamente sabio y racional, que ha creado un mundo lleno de orden y de leyes, y al hombre  a su imagen y semejanza, y por tanto partícipe de la inteligencia divina y capaz de conocer el mundo.


De hecho en esa fe se apoyan incluso los científicos que dicen no ser creyentes: todo el desarrollo de la ciencia está basado en la fe en la existencia de leyes matemáticas seguras, inmutables, universales, que rigen el universo. Fe en que no fallarán, aunque desconozcamos su origen.  La teoría de que la existencia de leyes no obedece a razón alguna es tremendamente contraria a la razón, y sobre ella debe caer la carga de la prueba.


Frente a ese origen cristiano de la ciencia, algunos alegan que también los chinos inventaron cosas: cohetes, brújulas… Pero no se cae en la cuenta de que fueron incapaces de formular ni una sola ley física. Y el motivo es sencillo: habían perdido desde muy temprano la creencia en un Creador personal y racional, fundamento de la racionalidad  última del Universo.


La religiosa creencia del nuevo ateísmo en que en el universo “sólo hay una ciega y despiadada indiferencia” ( Richard Dawkins) es realmente heladora e inhumana. En cambio, lo que sabemos por la fe cristiana acerca de nuestro origen es mucho más reconfortante. Lo ha recordado Benedicto XVI recientemente con palabras precisas y bellas: “cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios, querido, amado y necesario”. Gracias a este convencimiento se ha ido abriendo paso la civilización en nuestro mundo,  en medio de una humanidad barbarizada y no siempre dispuesta a aceptarlo.


Para saber más acerca de las lagunas  e implicaciones filosóficas del evolucionismo y del neodarwinismo son  recomendables los abundantes trabajos del profesor Mariano Artigas , por otra parte muy citado en la bibliografía que aporta el libro.


lunes, 1 de julio de 2013

Ciencia y fe. Nuevas perspectivas.




Mariano Artigas. EUNSA, 1992





En otras ocasiones he mencionado al profesor Mariano Artigas. Titular de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Navarra, físico y filósofo, ha sido uno de los principales expertos en el análisis de esa delgada línea que parece separar la ciencia de la fe, pero que en realidad las une estrechamente.


Quienes, como Artigas,  saben de  ciencia y conocen a fondo la fe católica, comprueban que no sólo no se contradicen, sino que se complementan maravillosamente.  Y juntas son capaces de hacer progresar el conocimiento humano hasta límites insospechados.


Unas preguntas que requieren respuesta

Artigas reflexiona  sobre las relaciones de la ciencia con la fe, y lo hace con el tacto de quien sabe que importa mucho no banalizar en ese terreno.  Están en juego cuestiones serias, sobre las que todo hombre se pregunta en su ser más íntimo.

¿De dónde vengo? ¿Cuál es mi destino? ¿Qué sentido tiene la conducta ética? ¿Por qué debo hacer el bien y evitar el mal? ¿Soy fruto del ciego azar, o de una evolución ideada por un  diseñador inteligente? ¿Quién me ha creado? ¿Qué sentido tienen mis certezas, y qué les diferencia de la verdad? ¿Soy capaz de encontrar la verdad? ¿Soy inmortal, o seré aniquilado?


No hay persona con sentido común que no vea que estas son las preguntas que vale la pena hacerse. Y que respuestas falsas, por banales o irreflexivas,  pueden llevar a la angustia vital, y acabar convirtiendo el mundo en un infierno.


Sobre tan decisivas cuestiones trata este interesante y asequible manual. Su modo de exposición, con una argumentación rigurosa, es atractivo, incluso cuando habla de cuestiones complejas.


Artigas analiza la evolución de las tesis de  los principales científicos y pensadores: Einstein, Popper, Bergson, Eccles, Darwin, Wallace,… Se detiene en las luces aportadas por los últimos  descubrimientos científicos, que con frecuencia han tumbado hipótesis que se habían presentado como “verdades científicas  incontrovertibles” y definitivas.


Una  materia menos material de lo que parece


              



Son interesantes, por ejemplo, sus  razonamientos al mostrar lo tremendamente empobrecedor que resulta el  “cientifismo”, que reduce el conocimiento del hombre a la ciencia experimental,  a lo que pueda ser demostrado mediante fórmulas matemáticas,  o en un laboratorio.  


El cientifismo materialista, al  prescindir de la capacidad de la razón de alcanzar verdades espirituales más allá de la materia, produce una jibarización del ser humano tremendamente reductiva y alicorta.


La ciencia nos ha permitido progresar mucho. Sabemos mucho más que nuestros antepasados.  Pero en realidad seguimos sabiendo muy poco. Ciertas deificaciones de “lo científico” como único conocimiento cierto y clarividente se han mostrado exageradas. Se equivoca –concluye Artigas- quien piense que en la ciencia no existen los misterios, o que tenemos ya un dominio sólido y un conocimiento consistente del mundo material.


Por ejemplo, desde que en 1897 se descubrió el electrón, la tecnología electrónica ha experimentado un avance exponencial, pero aún no sabemos qué es realmente un electrón. Cada avance científico abre nuevas incógnitas cada vez más profundas y difíciles.


De hecho, en las ciencias ha dejado de usarse el concepto de materia. Nos encontramos en un momento de progresiva desmaterialización de la ciencia. En lugar de una materia que se presenta como inatrapable,  se habla de “lo material”, porque no existe ninguna entidad puramente material. 


Todo lo material tiene unas dimensiones ontológicas y metafísicas con un dinamismo propio, nunca son algo meramente pasivo. Son formas materiales que expresan modos de ser que no se agotan en la mera exterioridad, y por eso indican cierta inmaterialidad.



La singularidad de la persona humana

Pero en el caso del ser humano la cosa va mucho más allá. Frente a quienes reducen el hombre a mera materia, Artigas enumera una larga lista de rasgos distintivos de la persona que manifiestan una interioridad irreductible a pautas naturales. Son rasgos que muestran las extraordinarias dimensiones espirituales del ser humano. 

Estas son algunas:

La actividad consciente de la persona, su interioridad y auto-reflexión. El sentido del tiempo. La capacidad de abstracción. El sentido de la evidencia y de la verdad, que son  presupuestos de la ciencia. La capacidad de argumentar. La existencia y el uso del lenguaje. La capacidad de comunicarse, y de instruir y de enseñar a otros. La libertad y capacidad de autodeterminación, que se asientan en la capacidad racional.

La capacidad de apreciar los valores, y  el sentido del bien y del mal.  La responsabilidad.  La creatividad e inventiva, en las que se apoyan los logros de la ciencia y la tecnología. La búsqueda de explicación acerca de la propia existencia. La capacidad de amar.

Y la actitud religiosa: sólo el hombre puede dirigirse a Dios, los animales no rezan: quizá esta es la diferencia más radical entre el hombre y los animales. Por eso podemos afirmar que el hombre es un ser que participa de la espiritualidad propia de Dios: un ser único, que posee dimensiones espirituales y materiales.


Todos estos rasgos muestran que a través de su inteligencia y su voluntad, el hombre trasciende el ámbito de lo natural. Por eso se puede decir que el hombre es único.  Sólo en él la acción de Dios produce un ser que sin dejar de pertenecer a la naturaleza, posee unas dimensiones que la trascienden. Como dijo Wallace, co-descubridor con Darwin de la evolución, “el hombre posee unos atributos espirituales que no proceden de la evolución, sino que tienen un origen sobrenatural”.


Ante esta singularidad, el materialismo de algunos científicos se muestra ciego. Lo ha denunciado John Eccles, Nóbel de medicinapor sus trabajos sobre el cerebro: “El materialismo no sabe dar respuesta a esos problemas fundamentales que surgen de la experiencia espiritual del hombre. El materialismo no consigue explicar nuestra singularidad (…) Cada alma es una nueva creación divina. Afirmo que ninguna otra explicación resulta sostenible”.






Es razonable creer

Artigas argumenta una verdad esencial: la fe no va contra la razón, sino que la supone y perfecciona.  La fe no es irracional, comenzando por el hecho de que sólo una persona inteligente es capaz de creer en la revelación divina.

Por otra parte, cuando algo se presenta con las garantías necesarias, creer es una actitud razonable.  En realidad, creer es una actitud profundamente humana. Sin fe en los demás no podríamos vivir.  Y si Dios existe, es perfectamente razonable que nos haya querido comunicar verdades a las que no podríamos llegar sólo con nuestras fuerzas.

¿Qué  garantías tiene la revelación divina que ofrece la Iglesia? En realidad, la mayor parte de las dificultades frente a la fe provienen de prejuicios hacia la Iglesia. Pero cuando se estudia la historia de la Iglesia con rigor, en fuentes fidedignas y libres de los prejuicios que han extendido las leyendas negras, se comprueba con asombro que la revelación que Jesucristo trajo al mundo ha sido transmitida íntegra hasta nuestros días,  con una fidelidad heroica, incluso a través de la miseria de miembros de la Iglesia


Esa transmisión fiel a lo largo de veinte siglos es un hecho constatable, que deja pasmado al observador externo. En ese hecho singular el creyente ve  la prometida asistencia del Espíritu Santo  a su Iglesia hasta el fin de los tiempos.


Lo peor de prejuicios y calumnias, dice Artigas, es que acaban haciendo mella en los propios católicos, que adoptan  una actitud de desconfianza hacia la Iglesia.


Una de esas  calumnias mil veces repetidas es la que afirma que la Iglesia ha estado siempre con los ricos y se ha olvidado de los pobres. Pero la realidad es bien distinta: ninguna otra institución se ha preocupado tanto por los pobres. Es tan patente, que incluso Gramsci instaba a los comunistas a preocuparse por los pobres aprendiendo de lo que hace la Iglesia.



¿De qué le sirve la ética a un ateo?

Los argumentos de Artigas muestran verdades evidentes, que no deberían molestar a nadie. Así, cuando se pone en el punto de vista de quienes piensan que no somos más que animales un poco más evolucionados. Entonces, dice, ¿por qué preocuparse de la verdad y de la ética? A un ateo consecuente no le debería preocupar demasiado la ética.


Y respecto a los agnósticos, gracias a Dios la mayoría de ellos son inconsecuentes: de otro modo el mundo sería un infierno. Porque si el hombre es sólo un animal más listo que los demás, si todo es fruto del ciego azar y no podemos saber nada de nuestro origen ni de nuestro fin, no tiene sentido afirmar que el ser humano posee derechos inviolables, o que existe una ética, o que debemos buscar la verdad, o que hemos de respetar la libertad de los demás.


Afirmar que sólo somos animales algo más evolucionados es tanto como  dar vía libre a la ley del más fuerte, y sobrevivirá sólo el que sea más depredador. Todos sentimos en lo más íntimo que tal cosa  es una barbaridad, inconsecuente con nuestra naturaleza.


Si no hemos llegado a esa jungla inhabitable a la que conduciría el ateísmo consecuente es porque aún vivimos de rentas. Vivimos de ideas y religiosidad que hemos heredado de nuestros antepasados. Pero las rentas se acabarán –pronostica Artigas- si no somos capaces de producir nuevos recursos morales.


El libro ayuda a pensar en lo que de verdad debería importarnos. Y es una invitación a sacar conclusiones. Porque la verdad  no es neutra: compromete la conducta, obliga a cambiar estilos de vida. Quizá por eso algunos prefieren darle la espalda. 


Sobre este tema, ver también la reseña a Oráculos de la ciencia


sábado, 25 de mayo de 2013

Metafísica y ciencia experimental



Hay certezas más allá de la ciencia 


Un conocido divulgador de la ciencia comentaba que, para él, hablar de Dios es como  hablar de elefantes voladores. Hasta que no se lo demuestren, con el rigor de una prueba científica, no verá en Dios sino una fantasía sin base real.

Su equivocado razonamiento es un error frecuente en quienes confunden racionalidad humana con racionalidad científica. Toman la parte por el todo. 

Conocemos muchas cosas que no son fruto de procedimientos científicos. Nuestra razón es capaz de alcanzar certezas sobre cosas no materiales, inalcanzables mediante  fórmulas matemáticas o experimentos de laboratorio. La mayor parte de nuestro conocimiento ordinario consiste en certezas de ese tipo: son certezas metafísicas.



Somos capaces de reconocer el bien que se encierra en una acción generosa. De identificar eamor: querer y sentirse querido es  una realidad metafísica, anterior y mucho más profunda que la mera "química" entre personas. 

Tenemos  autoconciencia.  Sé que soy el mismo “yo” hoy que ayer, y que mañana seguiré siendo “yo” mismo. Esa autoconciencia, que sugiere permanencia, le hacía decir a Pascal: “Soy más grande que el universo, porque aunque el universo se me cayera encima, yo lo sabría, pero él no.”

Nuestro lenguaje, por el que transformamos sonidos en ideas, nos habla de una capacidad de abstracción y trascendencia que está más allá de la física. Los simios carecen de esa trascendencia. Un simio no habla, no porque no sepa hablar, sino porque no tiene nada que decir. Nosotros sí tenemos cosas que decir,  porque somos capaces de  conocer realidades que trascienden la materia: realidades espirituales, inalcanzables mediante racionalidad meramente científica.

Con el conocimiento metafísico alcanzamos verdaderas  certezas, no meras conjeturas. Tengo certeza de mi libertad, de mi racionalidad,  del sentido único de cada vida humana, de mi capacidad de argumentar y  conocer la verdad.

Tengo certeza de que esta persona me quiere. De que aquella otra es digna de confianza, y por tanto el dato que me da es fiable y no necesito comprobarlo. 

En realidad, como ha escrito Leonard, sólo lo existencialmente insignificante es “perfectamente comprobable” por la razón. A partir del momento en que entramos en el campo de la comunicación entre personas, una cierta confianza en la palabra reveladora del otro ha de entrar en juego. Alcanzamos  muchas certezas que no han necesitado demostraciones lógicas perfectas. Certezas sobre cosas que ningún instrumento científico es capaz de medir, o sobre cosas que no necesitamos comprobar, porque confiamos en quien sí las ha comprobado.

       Esas certezas metafísicas no pueden ser demostradas por la ciencia experimental, pero eso no las  convierte en irracionales. Sencillamente muestran que la ciencia experimental no es la vía exclusiva de nuestro conocimiento, y que no es la vía válida para alcanzar certezas metafísicas.

Esa capacidad metafísica de nuestro conocimiento, que se eleva por encima de lo material y capta realidades espirituales,  es la que nos permite llegar a reconocer la existencia de Dios.

Otro día podemos hablar  de los supuestos filosóficos necesarios de la ciencia (inteligibilidad del universo, capacidad humana de conocer el orden de la naturaleza, valores que requiere el trabajo científico), muy bien explicados por Mariano Artigas en su espléndido libro La mente del Universo. Ver aquí una conferencia magistral que pronunció sobre el mismo tema en la Universidad de Navarra. 

Y después hablaremos de las vías, que descubrimos en la observación del universo y en nuestro mundo interior,  por las que podemos llegar a certezas sobre la existencia de Dios.